Era mi primer año de universidad. Me había ido a casa de vacaciones, y ya casi habían terminado. Adoraba la universidad, no obstante, la noche antes de irme, me acurruqué junto a mi madre, que estaba leyendo en la cama, y lloré porque no quería volver. Simplemente no me sentía como en casa todavía.
No lo sabía en ese momento, pero ese sentimiento era provocado por algo más profundo que pasar unos meses rodeada de personas y lugares desconocidos. También me había encontrado en nuevos entornos sociales, y estaba empezando a cuestionar por qué creía lo que creía como Científica Cristiana. ¿Beber alcohol? ¿Citas? ¿Quién era yo y qué pensaba realmente? En mi búsqueda por descubrir lo que creía y valoraba —en lugar de simplemente aceptar lo que otros me habían dicho que debía creer— comencé a experimentar con diferentes opciones.
La mayoría de la gente probablemente miraría lo que estaba haciendo y pensaría que era bastante dócil. Aun así, no me sentía yo misma. Ese sentimiento llegó a su punto máximo una noche de fin de semana, varias semanas después de las vacaciones, en que un grupo de amigos y yo tomamos el autobús para asistir a una fiesta de fraternidad en una universidad cercana. Parecía ser nuestra primera “verdadera” noche de universidad, y todos estaban emocionados de ir. Pero tan pronto como llegamos a la fiesta, entré en pánico. No podía fingir más; simplemente ese ambiente no era lo que a mí me gustaba. Me fui, junto con varios amigos, y regresé a nuestro campus sintiéndome estúpida y avergonzada. Al día siguiente, me desperté con una erupción alrededor del cuello.
Como Científica Cristiana de toda la vida, en el pasado había confiado en la oración para sanar. Y había visto en muchas ocasiones que lo que parece ser un problema físico a menudo está relacionado con un hambre espiritual más profundo. Cuando se satisface esa necesidad, el desafío físico generalmente se disipa. En este caso, el problema parecía bastante obvio: me sentía incómoda conmigo misma, literal y figurativamente.
Por primera vez desde que llegué a la universidad, comencé a responder a la pregunta “¿Quién soy yo?” desde una perspectiva espiritual. Para mí, esto significaba obtener una mejor comprensión de Dios y todo lo que Él ha hecho a fin de aprender quién soy realmente y mi lugar individual en la creación de Dios.
Un punto decisivo en mis oraciones fue comprender que fui creada para expresar a Dios de una manera única. No hay nadie más que pueda expresar las cualidades espirituales que expreso exactamente como yo lo hago.
También descubrí que ser Científica Cristiana —vivir mi vida de una manera que honrara la bondad de Dios y valorara mi relación con Dios, el bien, por encima de todo— no era algo que hacía porque alguien me dijo que lo hiciera. Lo hacía porque amaba a Dios, y sentirme cerca de Él me daba alegría. Eso no significaba que yo fuera más santa o mejor que mis amigos. Ellos estaban en sus propias travesías de crecimiento espiritual, se dieran cuenta o no. Yo podía valorar las cualidades espirituales que expresaban sin comparar o cuestionar mi propio valor.
Al recordarlo, puedo ver cuán crucial fue ese momento para mí. No solo desapareció la erupción en mi cuello, sino que encontré una confianza en mí misma que nunca había experimentado. Después de eso, estuve más profundamente consciente de la “voz callada y suave” de Dios (1 Reyes 19:12, KJV) dirigiendo mis pasos y dándome un sentido de propósito en mi vida cotidiana. Y me sentí cómoda siendo fiel a mí misma y a los valores que había descubierto. Eran importantes para mí.
La gente incluso dejó de preguntarme por qué no bebía alcohol. Formé amistades que fueron significativas y nos apoyábamos mutuamente. Nos lo pasamos de maravilla divirtiéndonos juntos, independientemente de si ellos estuvieran bebiendo alcohol o no.
No puedo decir que no me haya sentido insegura otra vez. Todos nosotros a veces enfrentamos la presión de hacer lo que hacen los demás, y a veces eso puede no ser tan fácil de resistir. Pero a medida que cultivamos la práctica de recurrir a Dios para que nos diga quiénes somos —para asegurarnos de que somos amados e irremplazables— encontramos la confianza para ser fieles con nosotros mismos, y descubrimos la perdurable alegría de hacerlo.