Después de un largo viaje desde mi casa en Montevideo, llegué al Valle del Lunarejo, en la zona norte de Uruguay, con un grupo de excursionistas. Estaba contenta de poder participar en una caminata con ellos al día siguiente en esta escénica parte del país. Sin embargo, recorrer el monte serrano con sus quebradas, sus subidas, bajadas y calzadas presentaba un desafío para mí.
En cada etapa de la travesía me sentía entusiasmada y lista para reconocer la presencia del único Creador, el único Dios supremo que nos mostraba Su belleza y armonía a cada paso. Pero a medida que fue transcurriendo el paseo, se hizo evidente que se requería de cierta preparación física y esfuerzo, y comencé a sentir síntomas de agotamiento, tal como falta de aire.
Comencé a orar, pero pensamientos acusadores comenzaron a entrometerse argumentando que no estaba en forma y no podría terminar la travesía. Mis oraciones, llenas de verdades espirituales, me permitieron sentir el apoyo y cuidado de Dios, del Amor divino. Afirmar que vivía y respiraba en la atmósfera del Amor divino —y solo del Amor— y que la energía divina del Espíritu (otro sinónimo para Dios en la Ciencia Cristiana) era lo único que necesitaba, me permitió llegar al final de la caminata, descubrir paisajes increíbles y zambullirme en una laguna de aguas cristalinas bajo el hermoso sol de marzo. Me embargó la emoción y el agradecimiento a Dios al disfrutar de la belleza del lugar.
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