Después de un largo viaje desde mi casa en Montevideo, llegué al Valle del Lunarejo, en la zona norte de Uruguay, con un grupo de excursionistas. Estaba contenta de poder participar en una caminata con ellos al día siguiente en esta escénica parte del país. Sin embargo, recorrer el monte serrano con sus quebradas, sus subidas, bajadas y calzadas presentaba un desafío para mí.
En cada etapa de la travesía me sentía entusiasmada y lista para reconocer la presencia del único Creador, el único Dios supremo que nos mostraba Su belleza y armonía a cada paso. Pero a medida que fue transcurriendo el paseo, se hizo evidente que se requería de cierta preparación física y esfuerzo, y comencé a sentir síntomas de agotamiento, tal como falta de aire.
Comencé a orar, pero pensamientos acusadores comenzaron a entrometerse argumentando que no estaba en forma y no podría terminar la travesía. Mis oraciones, llenas de verdades espirituales, me permitieron sentir el apoyo y cuidado de Dios, del Amor divino. Afirmar que vivía y respiraba en la atmósfera del Amor divino —y solo del Amor— y que la energía divina del Espíritu (otro sinónimo para Dios en la Ciencia Cristiana) era lo único que necesitaba, me permitió llegar al final de la caminata, descubrir paisajes increíbles y zambullirme en una laguna de aguas cristalinas bajo el hermoso sol de marzo. Me embargó la emoción y el agradecimiento a Dios al disfrutar de la belleza del lugar.
Más tarde, al llegar con todo el grupo a la posada donde pasaríamos la noche, fue muy especial la experiencia de compartir con ellos haber logrado vencer los desafíos. Sin embargo, había más por aprender.
Luego de cenar, al acostarme, sentí que me dolía todo el cuerpo. En la quietud de la noche, otros pensamientos, entre ellos que había hecho un esfuerzo excesivo y que mi corazón no lo resistiría, trataron de llenarme de temor. Llegué a pensar en lo que pasaría si no despertaba al día siguiente, y lo lejos que estaba de mi familia.
La falta de comunicación con el resto del mundo había sido tema de conversación todo el día. Estábamos en un lugar tan agreste que no solo no había Internet, sino que ningún teléfono celular tenía conexión para hacer una llamada. Fue en ese mismo instante, al darme cuenta de que no había ninguna comunicación material, que tomé conciencia de que no estaba sola ni aislada, sino indisolublemente unida a mi única fuente de Vida, al Padre-Madre Dios, quien es la Vida misma. No necesitaba de Internet ni de una llamada telefónica para comunicarme con Dios, porque mi Padre-Madre está siempre conmigo, y con todos nosotros.
Pude rechazar con firmeza y sin temor que toda sugestión de muerte no era más que una falsedad, una mentira de los sentidos materiales que no tienen ninguna realidad o poder para atemorizarme. El Amor divino me rodeaba, cobijaba y sostenía. Ni por un momento estuve, estoy o estaré separada de la Vida, Dios. Todas estas verdades llenaron mi pensamiento, y el miedo y la molestia comenzaron a desaparecer.
Descansé toda la noche y me levanté renovada, lista para disfrutar de nuevas actividades. Y en cada momento, al comenzar el camino de regreso a Montevideo, aquella tarde, estuve consciente de mi unidad con Dios.
Silvanna Agnese
Montevideo, Uruguay