Cuando pienso en la gracia de Dios, pienso en Su gran amor, un amor tan imparable que atraviesa lo que sea que parezca ocultarlo, como la luz del sol al derretir la niebla.
Recientemente, leí una lección bíblica del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana sobre el tema “Sacramento” que se centraba en la gracia de Dios. Cada sección incluía un versículo de la Biblia sobre la gracia y una narración bíblica que la ilustraba. Una sección comenzaba: “Acerquémonos con toda confianza al trono de la gracia de nuestro Dios. Allí recibiremos su misericordia y encontraremos la gracia que nos ayudará cuando más la necesitemos” (Hebreos 4:16, NTV). Y el relato que ilustraba esta “gracia que nos ayudará cuando más la necesitemos” era de Jesús en el huerto de Getsemaní.
Lo primero que pensé fue: ¿Dónde había alguna gracia en ese huerto? Fue pura agonía. Los dormidos discípulos de Jesús no fueron de ninguna ayuda. Él sudaba “como grandes gotas de sangre” (Lucas 22:44), luego fue arrestado y crucificado.
Entonces recordé que el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy, hablaba de la “noche de tristeza y gloria en el huerto” de Jesús (pág. 47). ¿Dónde estaba la gloria? La gloria vino después, durante la resurrección, pensé. Estaba segura de que no había ni gracia ni gloria en ese huerto. De hecho, la palabra misma Getsemaní ha llegado a simbolizar dolor y sufrimiento. Merriam-webster.com define Getsemaní como “un lugar u ocasión de gran sufrimiento mental o espiritual”.
Pero luego me vino la idea de que la gloria y la gracia deben de haber estado allí. La Sra. Eddy vio gloria en ese jardín. Y si la gloria estaba allí, la gracia también tenía que estarlo. Para mí, son inseparables. A menudo se habla de ellas juntas en las Escrituras; por ejemplo, Salmos 84:11 (LBLA) promete: “Gracia y gloria da el Señor; nada bueno niega a los que andan en integridad”.
Así que me propuse encontrar ambas. La experiencia de Jesús en Getsemaní se relata en tres de los cuatro Evangelios: Mateo, Marcos y Lucas. Leí los tres relatos. Un pasaje en Lucas me mostró lo que estaba buscando. Jesús oró: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Justo después de eso está el versículo “Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle” (22:42, 43).
De repente, vi en esta intensa lucha espiritual el epítome de la gracia y la gloria.
No se nos dice la exacta inspiración espiritual (el ángel) que Dios, el Espíritu divino, le dio a Jesús, pero debe de haber sido algo tan puro, tan seguro, que ni toda la agonía del mundo lo hizo renunciar a la oración. Fuera lo que fuera, el tierno mensaje del Espíritu era exactamente lo que necesitaba justo cuando y donde lo necesitaba. ¡Eso para mí es la gloria de Dios!
Luego, la oración de Jesús fue aún más ferviente, y como resultado renuncia a todo anhelo humano. Ciencia y Salud dice: “… Jesús se volvió para siempre de la tierra al cielo, del sentido al Alma” (pág. 48). Qué confianza debe de haber tenido en la bondad absoluta de la voluntad de Dios para haber dicho con sinceridad las palabras “No se haga mi voluntad, sino la tuya”.
De repente, vi en esta intensa lucha espiritual el epítome de la gracia y la gloria. Me aseguró que el amor irresistible e incontenible de Dios siempre está aquí en medio de nuestras luchas, fortaleciendo nuestra confianza y reavivando nuestra determinación.
Recordé la primera vez que oré: “Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Por supuesto, mi necesidad era pequeña en comparación con la lucha de Jesús en Getsemaní. De todos modos, parecía significativa. Estaba en la universidad y mi novio acababa de romper conmigo. Estaba desconsolada y ahogada en la autocompasión. Finalmente, decidí orar. Me vinieron las palabras de Jesús en el huerto, pero las hice a un lado. En cambio, oré: “Dios, si Tú eres Amor y si estás aquí, lo traerás de vuelta”. Ahora, ¿es eso voluntad humana, o qué? Esa oración no me sonaba bien, pero aunque me seguía viniendo “No se haga mi voluntad, sino la tuya”, continué resistiéndome. No hace falta decir que mi intento de orquestar a Dios en nombre de la oración no estaba funcionando. No sentía ni paz ni consuelo.
Finalmente, pensé: ¿Quién sabría mejor que mi amoroso Padre-Madre Dios qué es mejor para mí? De repente, recuerdos del cuidado que Dios me había brindado en otros tiempos difíciles me vinieron a raudales. Fue entonces cuando, por primera vez, comencé a orar —y en serio—: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Lo que me impulsó a hacer esto fue la única cosa de la que estaba segura con respecto a Dios: que Él es Amor. Sabiendo esto, me di cuenta de que la voluntad de Dios tenía que ser del todo buena, sólo buena. Me quedé con esa idea, y mi confianza en Dios se fortaleció.
No, ese novio no regresó. Pero mi alegría regresó. La gracia de Dios —Su amor en acción— estaba cerca y era querida y clara. Para cuando nos graduamos, mi mejor amigo y yo nos habíamos enamorado, y no mucho después de la universidad nos casamos.
Esa experiencia me enseñó la importancia de ese elemento de la oración “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Es impulsado por la gracia de Dios. Es lo que me dio más voluntad para querer y confiar en Su disposición de los acontecimientos, y silenció la voluntad humana. Aprendí que la oración no consiste en tratar de hacer que Dios haga que algo suceda. Es escuchar Su voz, no exigir que Él escuche la nuestra. Es confiar en Su cuidado constante de todos Sus hijos. Es Su gracia la que nos vuelve de todo corazón a Él, comunica Su amor, inspira nuestra obediencia y demuestra Su atento e inteligente control.
La Strong’s Exhaustive Concordance of the Bible define la gracia como “la influencia divina en el corazón y su reflejo en la vida”. Fue el amor todopoderoso que todo lo abarca de Dios lo que impulsó la disposición de Jesús de ceder ese último tinte de anhelo humano, acción que lo capacitó para cumplir su misión con victoria. El gran amor de Dios también reconfortó mi corazón para querer Su voluntad (no la mía) y fortaleció mi confianza en ella. Muchas veces desde esa experiencia universitaria he orado para que se haga la voluntad de Dios, y en cada caso me ha fortalecido. Sé que seguirá haciéndolo.
    