Hace cuatro años, estaba sola en un hotel en Cuzco, una ciudad en los Andes peruanos en América del Sur. En los días siguientes, algunos amigos y yo nos íbamos a encontrar y visitar algunas ruinas incas.
Cuzco se encuentra a más de 3,390 metros sobre el nivel del mar, por lo que, como previamente había escuchado hablar del mal de altura en tales condiciones, me preparé metafísicamente para el viaje; y oré con ideas útiles de la Biblia como estas: “Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:38, 39).
No obstante, esa noche, unas horas después de mi llegada, comencé a experimentar síntomas del mal de altura. Inicialmente traté de orar por mi cuenta, pero mientras estaba acostada, mi corazón se aceleró y me asusté. Alrededor de la medianoche, sentí que debía llamar a una practicista de la Ciencia Cristiana para pedirle ayuda a través de la oración, y pensé que serían las 9 de la noche donde ella vivía. Pero tan pronto contestó el teléfono, descubrí que también era la medianoche allá.
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