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Original Web

Lecciones de las trincheras de la Escuela Dominical

Del número de abril de 2024 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Apareció primero el 1º de enero de 2024 como original para la Web.


Un sábado por la noche, sentado solo en mi escritorio, temía lo que había acordado hacer a la mañana siguiente: servir de maestro sustituto a una clase de adolescentes en una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana. 

Había hecho muchas cosas difíciles en la vida, incluso cubrir guerras civiles como corresponsal de África de The Christian Science Monitor y dar discursos a grandes audiencias. Pero enseñar a los adolescentes en la Escuela Dominical parecía sumamente intimidante. 

Me pregunté a qué le tenía miedo exactamente. La respuesta: que no tendría las palabras adecuadas para responder a sus difíciles preguntas. Pronto, tuve un pensamiento deslumbrante, un mensaje angelical: “¿Estás dispuesto a poner en el altar todas las palabras que has escrito?”. Eso era todo un desafío. 

A lo largo de una década de hacer reportajes, había escrito decenas de miles de palabras para el Monitor. Entonces, me vino una línea de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy: “Los mortales son egotistas. Se creen trabajadores independientes, autores personales y hasta creadores privilegiados de algo que la Deidad no quiso o no pudo crear” (pág. 263).

¿Me veía a mí mismo como un “creador privilegiado” de todas esas historias del Monitor? ¿O estaba dispuesto a renunciar a la propiedad personal y vanidosa sobre ellos y agradecer, en cambio, a su verdadera fuente: la Mente divina que todo lo sabe y del todo buena, o Dios, que es la inteligencia misma? 

Otra frase de Ciencia y Salud trajo claridad: “... quienquiera que ponga su todo terrenal sobre el altar de la Ciencia divina, bebe de la copa del Cristo ahora y es dotado del espíritu y del poder de la curación cristiana” (pág. 55). Me di cuenta de que, si estaba dispuesto a poner todas esas palabras en el altar, podía tener confianza en que Dios me proporcionaría las palabras correctas a la mañana siguiente. Si reclamaba a Dios, el Espíritu, la Mente, como la única y eterna fuente de mis ideas, inspiración y palabras, ciertamente estaría “dotado del espíritu de la curación cristiana”.

Esa noche, mientras oraba en silencio, el temor se convirtió en humildad, el miedo en gratitud, por todas las palabras que había recibido de la Mente para el Monitor, y por todas las palabras que podía esperar recibir de la Mente a la mañana siguiente. Así que, sí, puse todas mis palabras en el altar.  

La clase estuvo muy bien. Los adolescentes hicieron preguntas buenas y difíciles. Y me encontré diciendo cosas que nunca había conocido, ideas que parecían resonar con los adolescentes. 

Cada vez que nos enfrentamos a una situación desalentadora, podemos “poner en el altar” cualquier sentido de ego que asuma que estamos solos. Y podemos ceder al hecho espiritual de que nuestras palabras, nuestras acciones, nuestras vidas, están dirigidas y fortalecidas por Dios, no solo durante esos momentos difíciles, sino siempre. 

Sin embargo, después de esta experiencia, todavía había más que tenía que aprender de la enseñanza de la Escuela Dominical. Unos años más tarde, al salir de la iglesia una mañana, después de haber terminado mi segunda semana como maestro titular de la clase de segundo grado, le supliqué a Dios: “Envíame de regreso a una zona de guerra en África, pero por favor no me mandes de regreso a la Escuela Dominical”. 

Sí, fue una oración un poco dramática y no muy inspirada, pero sentí que la clase había sido un desastre total. Los alumnos, que al principio habían parecido dulces, habían sido ruidosos y revoltosos. A mitad de la hora, la maestra de una clase vecina se había asomado por encima del separador y nos pidió que “bajáramos la voz”. La maestra del otro lado había trasladado su clase a otra parte de la Escuela Dominical por el ruido que hacíamos. Al final de la hora, yo no daba más.

Entonces sucedieron dos cosas. Primero, una maestra se ofreció a reunirse conmigo y hablar sobre los pasos prácticos para construir un plan de estudios e interesar a los niños. En segundo lugar, oré con la idea de que esta clase, indicada en el Manual de La Iglesia Madre, era una actividad divinamente establecida, que incluía mi papel como maestro y el papel de los niños como alumnos. Comencé a ver que Dios, el Principio divino, el Amor, era el poder detrás de esta actividad, la inteligencia detrás de mi enseñanza, el creador y protector de estos niños, la inocencia ordenada de su ser. 

Pronto, una hermosa imagen me vino a la mente basada en dos versículos de la Biblia: “... la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios” (Efesios 6:17); y “La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos… y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12). 

Tuve una visión de la “espada del Espíritu” metafóricamente montando guardia a la entrada de nuestra Escuela Dominical, discerniendo si cada maestro y cada niño estaban listos para entrar. De repente tuve la confianza de que cada niño que entraba por esas puertas había sido preparado por el Espíritu, y estaba listo para aprender y crecer. 

Durante las siguientes semanas, me vinieron a la mente ideas amables sobre cómo amar a cada estudiante. Para el más rebelde, era simplemente preguntarle en los minutos previos a la clase sobre su tema favorito: los dinosaurios. Me contaba todo sobre ellos y luego se calmaba.

Pronto, esperaba con ansias la Escuela Dominical cada semana. Se convirtió en un año de alegres descubrimientos y dulces conexiones entre los niños y yo, que se portaron muy bien.

Una de las mejores ideas para enseñar que surgieron fue lo que llamé “El juego del portero de pie”. Se relaciona con la indicación de la Sra. Eddy: “Sé el portero a la puerta del pensamiento” (Ciencia y Salud, pág. 392). Cuando jugábamos a este juego, cada niño tomaba un turno para hacer de portero o guardia; los demás se acercaban al portero, uno por uno, y leían una declaración que yo había escrito en una ficha. Si la declaración era buena o verdadera, el portero dejaba pasar al otro niño. Si no, el portero decía: “¡Vete!”. Cada semana, estos niños demostraban el discernimiento de la “espada del Espíritu”. Era su actividad favorita. 

A lo largo de los años de asistir y enseñar en la Escuela Dominical, he aprendido una lección esencial: Seguir al espíritu y la letra del Manual de la Iglesia en su dirección sobre la Escuela Dominical es un fundamento sólido para lograr el éxito. 

Cuando enseñé a esos alumnos de segundo grado, el plan de estudios para el año se basó en la enseñanza de cada una de las “primeras lecciones” mencionadas en el Manual de la Iglesia (pág. 62): los Diez Mandamientos, el Padre Nuestro y el Sermón del Monte, específicamente las Bienaventuranzas. También habíamos leído un testimonio de curación relacionado con el Mandamiento, la Bienaventuranza o el versículo del Padre Nuestro de esa semana, de los archivos de The Christian Science Journal o el Christian Science Sentinel. Una década después, la mayoría de esos ahora adolescentes todavía asisten a la Escuela Dominical y continúan trabajando para demostrar esas “primeras lecciones”. 

Cuán agradecido estoy por la confianza que podemos tener en la sencilla estructura y la clara dirección del Manual para la enseñanza de la Escuela Dominical, y por todas las lecciones y el crecimiento que obtenemos a medida que servimos en la Iglesia.

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