Un sábado por la noche, sentado solo en mi escritorio, temía lo que había acordado hacer a la mañana siguiente: servir de maestro sustituto a una clase de adolescentes en una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana.
Había hecho muchas cosas difíciles en la vida, incluso cubrir guerras civiles como corresponsal de África de The Christian Science Monitor y dar discursos a grandes audiencias. Pero enseñar a los adolescentes en la Escuela Dominical parecía sumamente intimidante.
Me pregunté a qué le tenía miedo exactamente. La respuesta: que no tendría las palabras adecuadas para responder a sus difíciles preguntas. Pronto, tuve un pensamiento deslumbrante, un mensaje angelical: “¿Estás dispuesto a poner en el altar todas las palabras que has escrito?”. Eso era todo un desafío.
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