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Original Web

¡La “mente de Cristo” es tuya!

Del número de julio de 2025 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Apareció primero el 21 de noviembre de 2024 como original para la Web.


Ser bombardeado por el miedo, la tristeza o el arrepentimiento, y luego quedarse atrapado en cavilar y sentirse impotente para detenerlo, es un poco como conducir tu automóvil bajo un aguacero con los limpiaparabrisas a toda velocidad. Puede ser abrumador, tal vez un poco aterrador, y los limpiaparabrisas apenas pueden seguir el ritmo de la lluvia torrencial. Si alguna vez te has sentido así, no eres el único. Muchos han enfrentado esto, incluyéndome a mí. 

Es posible que te preguntes por qué tienes estos pensamientos. Tal vez te embargue la culpa. Luego viene la tentación de creer que de alguna manera podrías ser castigado por albergar estos pensamientos. Pero Dios no es el autor de esa forma de pensar. Es la mente humana la que nos hace sentir susceptibles a los pensamientos opresivos, nos condena por ellos y luego nos convence de que nuestros pensamientos son la causa de nuestro sufrimiento. Gran parte de nuestra energía se gasta tratando de tener todos los pensamientos correctos y sintiéndonos ansiosos de que, si no lo hacemos, traeremos más fatalidad y pesimismo a nuestra experiencia. Es agotador, por decir lo menos, y ciertamente un estado miserable en el que estar.

¡La buena noticia es que nadie tiene que vivir de esta manera! ¿Por qué? Porque “tenemos la mente de Cristo”, como promete la Biblia (1.° Corintios 2:16). Esta mente —que es la Mente divina, Dios— le dio a Jesús su mentalidad espiritual. Jesús era tan consciente de la totalidad del amor de Dios que no se inmutaba por las apariencias superficiales y los clamorosos engaños de los sentidos físicos. Su consciencia, inspirada por el Espíritu, Dios, percibía la perfección, la inocencia y la salud ante la debilidad, el pecado y la enfermedad, y era esta consciencia —la Mente de Cristo— la que sanaba. 

Al meditar sobre el ejemplo de Jesús, veo que el trabajo que cada uno de nosotros tiene no es esforzarse por luchar contra los malos pensamientos, sino ceder, en cambio, humildemente a esta Mente de Cristo que ya es nuestra. Mary Baker Eddy señala la diferencia en estos enfoques: “Golpear a diestra y siniestra contra la niebla jamás aclara la visión; mas levantar la cabeza por encima de ella, es suprema panacea” (Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 355). A medida que renunciamos a la creencia en una mente humana personal y en dificultades y cedemos a la Mente de Cristo, nuestros pensamientos se elevan hacia el sol puro de la Verdad divina. 

Me doy cuenta cada vez más de que esto significa abrir mi corazón a las gloriosas posibilidades del Amor divino, Dios. Recuerdo un capítulo de mi vida en el que me costaba mucho liberarme de las cosas. Estaba agobiada por el razonamiento humano, —es decir, el pensamiento limitado y basado en mí misma— y el apego a una relación, y cuanto más luchaba por dejarla ir, más difícil me parecía. Un día, estaba de pie junto a un hermoso lago, y se me ocurrió que si sostenía un pedazo de papel y me concentraba en tratar de soltarlo, diciendo repetidamente: “Tengo que soltarlo, tengo que soltarlo”, podría resultarme difícil hacerlo. Pero si, en cambio, me limitaba a abrir la mano, la más leve apertura liberaría el papel y el viento se lo llevaría. Esta nueva perspectiva me ayudó a comprender dónde tenía que poner mis esfuerzos.

Algo similar ocurre cuando tratamos de abandonar la falsa noción de que tenemos una mente o ego propio. En lugar de centrarnos en lo que necesitamos dejar ir —el problema— podemos abrir nuestro corazón a Dios, a la Mente divina que todo lo ama, y a las gloriosas posibilidades y promesas que nos esperan. Eddy lo dice de esta manera: “Abramos nuestros afectos al Principio que todo lo mueve en armonía...” (Escritos Misceláneos, pág. 174). ¡Cuánta alegría hay en hacer esto! Un subproducto natural es que la sensación de tener un ego personal se vuelve cada vez menos interesante o deseable, y se queda en el camino. Nuestra cabeza, y nuestro corazón, se elevan entonces por encima de la niebla.

No obstante, esto puede ser una lucha si realmente no queremos abandonarlo. ¿Qué pasa si nos hemos atrincherado en la creencia de que nuestros sentimientos, suposiciones e historia humana son lo que realmente somos? Nos aferramos a, y a veces incluso reverenciamos, estas formas de identificarnos. Es posible que sintamos que renunciar a ellos significaría perder nuestra identidad. Pero hay sabiduría y consuelo en esta seguridad: “Nada de lo que Dios da se pierde...” (Escritos Misceláneos, pág. 111). El beneficio de desprenderse del error —la creencia errónea de que la inteligencia y la vida residen en la personalidad humana o en un cuerpo físico— es que todo lo que apoya el progreso, todo lo que da salud y brinda alegría, permanece. Lo que sea que obstaculice nuestro progreso, incluyendo lo que se disfraza como el yo personal, queda atrás. Descubrimos más quiénes somos al descubrir más quién es Dios. 

Sin embargo, hay momentos en los que el parloteo de la mente humana parece implacable. El libro de texto de la Ciencia Cristiana dice claramente: “El error se repite a sí mismo” (Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 28). Reconocer cómo opera la mente mortal —una mentalidad ficticia basada en el miedo— te pone en el buen camino para ver más allá de su naturaleza ilusoria. 

Hace muchos años, comencé a tener repetitivos pensamientos que no apoyaban mi progreso y de los que estaba segura ya me había librado. Pero de repente, allí estaban nuevamente. En ese momento se me ocurrió que la naturaleza monótona —hasta hipnótica— y repetitiva de estos pensamientos indicaba claramente que no provenían de la Mente divina, que es nuestra única mente, sino más bien de la mente mortal, que nunca es nuestro propio pensamiento. Reconocer la naturaleza impersonal de los pensamientos me permitió superarlos.

No obstante, hay un tipo de repetición que es buena. Ciencia y Salud la describe como “una influencia divina siempre presente en la consciencia humana y repitiéndose a sí misma” (pág. xi). Lo que estamos leyendo aquí es “Emanuel, o ‘Dios con nosotros’”, que es el Cristo. Pero esta repetición no es monótona. En cambio, viene con la frescura de ideas nuevas e inspiradas y oraciones sanadoras. Es como el amanecer, recordándote que la larga noche no puede evitar el amanecer. Es la intuición espiritual. Y es el suave susurro de los ángeles, los pensamientos de Dios, que te sacan de la desesperación. Tómate un momento y escucha los mensajes del Amor que te guían hacia adelante y hacia arriba. Las tinieblas ceden inevitablemente a la luz del Cristo. Podemos estar seguros de que “... el error entrega sus armas y besa los pies del Amor...” (Escritos Misceláneos, pág. 204).

Así que, juntos, confiemos menos en el esfuerzo personal y descansemos en cambio en la verdad de que la Mente de Cristo es Dios y es nuestra, ahora y siempre, marcando el comienzo de la luz que disipa la oscuridad, liberándonos a todos de la cavilación y trayendo paz a la mente y al corazón.

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