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Original Web

Una verdad liberadora en el huerto de frutillas

Del número de julio de 2025 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Apareció primero el 9 de diciembre de 2024 como original para la Web.


Cuando era una niña muy pequeña en lo que es hoy la República Democrática del Congo, teníamos un jardín grande lleno de verduras y árboles frutales. En el centro de este jardín había un gran huerto de frutillas, rodeado por una valla para mantener alejados a los visitantes no deseados dispuestos a probar la deliciosa fruta. Las frutillas eran grandes y dulces, de una variedad especialmente importada, el orgullo y alegría de mi madre.

Me encantaban las frutillas y las comía todos los días. Desafortunadamente, era alérgica a ellas y siempre sufría de un sarpullido con picazón después de comerlas. Mis padres sabían de la alergia y me advirtieron que no probara la fruta.

Un día, cuando volví a probar las deliciosas bayas, vi a nuestro perrito, un terrier de pelo duro llamado Tembo (elefante en swahili), comiendo de ellas, porque a él también le encantaban. Vi a los pájaros, a quienes no les estorbaban las cercas, también dándose un festín con la fruta, y pensé: “¿Por qué ellos no tienen un sarpullido con picazón cuando comen frutillas, y yo sí?”. Me pareció que yo debía tener la misma libertad de comer esas bayas que ellos. Recuerdo que me embargó un sentimiento de alivio y euforia ante esa idea. 

No volví a pensar en ello hasta el día siguiente cuando, para mi sorpresa, el sarpullido habitual no apareció. El sarpullido no volvió a aparecer, y ese fue el final de esa alergia. Desde entonces, he comido mis preciosas frutillas sin ninguna repercusión. 

¿Cómo se produjo esta curación?

Al reflexionar sobre esta experiencia, me doy cuenta de que, sin saberlo, había accedido a una verdad espiritual universal, que es que los hijos de Dios, y todas Sus criaturas, son inocentes. Ninguna puede sufrir un castigo por cualquier actividad inofensiva o normal. Aunque en ese momento no lo sabía, tenía un sentido instintivo de mi inocencia innata y del hecho de que tenía el mismo derecho que Tembo y los pájaros de comer esas frutillas sin castigo. Me había tropezado con una verdad divina que se explica en las enseñanzas de la Ciencia Cristiana.

En aquel entonces, no tenía experiencia en la Ciencia Cristiana ni en ninguna otra religión. En nuestro hogar, Dios no existía; la Biblia estaba prohibida; y jamás se mencionaba a Cristo Jesús. Aunque años después estudié muchas religiones, fue más un ejercicio intelectual que una búsqueda de la verdad o de un hogar espiritual. Me había convencido a mí misma de que toda la “pobre gente engañada” que seguía a Cristo no sabía lo que estaba haciendo.

Eso cambió cuando me dieron a conocer la Ciencia Cristiana cuando era una adulta joven. A través de la lectura del libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, escrito por Mary Baker Eddy, me di cuenta de que, aunque no sabía nada acerca de Dios, Él sabía todo acerca de mí. Por ser la Mente divina, Dios me conocía como enteramente espiritual y pura, porque me creó a Su imagen y semejanza. De hecho, estaba gobernada por Dios, el Espíritu divino y la armonía de la ley espiritual. No estaba sujeta a leyes materiales de ningún tipo, incluidas las relativas a la salud, y no podía sufrir ninguna consecuencia por desobedecerlas. 

Ciencia y Salud nos dice: “Debiéramos aliviar nuestra mente del deprimente pensamiento de que hemos infringido una ley material y que necesariamente debemos sufrir el castigo. Tranquilicémonos con la ley del Amor” (pág. 384). Todos esos años atrás, sin entenderla completamente, había aceptado esta gran verdad con la apertura y receptividad de una niña pequeña y había sido sanada.

Ahora, al leer Ciencia y Salud, me llenó la misma alegría y elevación inexplicables que había sentido en ese huerto de frutillas. Esto no podía ignorarlo. Mientras leía el libro de texto, era como si me estuviera leyendo a mí misma: todas las preguntas que había tenido sobre Dios fueron respondidas, hasta que no quedó ni una sola duda de Su existencia. Me quedó claro que Dios, el Amor divino, siempre está con nosotros y está disponible para todos los que Lo buscan. Puesto que Dios es omnipotente, omnipresente y omnisciente, no hay lugar ni momento donde el Amor no esté a la mano y no se pueda sentir. El Amor es universal e inmediato y envuelve a todos.

Me di cuenta de que Dios nunca se comprende mediante el intelecto humano o los sentidos materiales, sino siempre a través del sentido espiritual, que Ciencia y Salud explica como “una capacidad consciente y constante de comprender a Dios” (pág. 209). Cada uno de nosotros, sin excepción, tiene esta capacidad de conocer a nuestro Padre-Madre celestial, de tener el pensamiento inocente propio de un niño que es naturalmente receptivo al bien.

Recuerdo que, cuando era niña, estuve en las casas de amigos cristianos y veía imágenes que ilustraban historias de la Biblia, incluidas las curaciones de Cristo Jesús. Nunca hablé de ellos en mi casa, sin embargo, esas historias se quedaron conmigo y fueron una poderosa atracción hacia las Escrituras y, finalmente, hacia Ciencia y Salud, la llave que me abrió las Escrituras.

Las verdades espirituales que contenía el libro de texto tenían sentido para mí y me conmovieron inmediata y profundamente, al explicar y aclarar esas historias bíblicas. La Biblia se convirtió en una amiga y compañera en lugar de un fruto prohibido. Estos dos libros se convirtieron en mi pastor y me hablaron mucho sobre la bondad de Dios y el poder sanador de la Verdad divina como una “Ciencia inmanente y eterna, en vez de la exhibición de un fenómeno” (Ciencia y Salud, pág. 150). 

Hoy, cuando lucho con un problema, recuerdo a esa niña pequeña y el huerto de frutillas. Su sentido innato de la justicia —la convicción de que ella también debería poder comer libremente— demostró que Dios estaba con ella. Su Cristo, la Verdad que Jesús demostró, le había estado hablando a ella incluso entonces, como lo hace ahora a todo corazón receptivo propio de un niño.

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