Acababa de saludar a un compañero de clase y a su amigo, que estaban sentados a una mesa en el salón de la universidad. Este último, a quien yo no conocía, dijo en voz alta: “¡Oh, no me digas que eres amigo de un ‘espaldamojada’! Esta gente no debería estar en esta universidad, ni siquiera en este país”. Aunque su comentario me molestó, lo ignoré, terminé de decir lo que originalmente intentaba decirle a mi compañero y me fui.
Cuando era adolescente, mi respuesta a esa forma de tratar era, con frecuencia, contraatacar con palabras e incluso con violencia física. Pero mi comprensión de Dios y de Su amor y Sus leyes ha aumentado. Como resultado, aprendí una forma más eficaz de responder al racismo: mediante la oración y la comprensión espiritual.
Dios nos imparte inteligencia, amor y sabiduría divinos a cada uno de nosotros. Él nos da estas cualidades libremente porque todos somos, de hecho, Sus hijos, creados a Su imagen. Por ser la imagen, o idea espiritual, de Dios, la Mente divina, he llegado a comprender que la apariencia física y el ambiente humano no tienen nada que ver con nuestra individualidad como hijos de Dios. Comenzar a ver esta verdad me permitió dejar de juzgar de acuerdo con la carne, y empezar a buscar el valor espiritual de los demás.
Incluir esta perspectiva del hombre en nuestras oraciones y acciones aniquila los fundamentos del racismo. En última instancia, no debemos culpar a la gente por los peores males del racismo, sino a la creencia errónea en una mente separada de Dios y opuesta al bien. Es esta mentalidad lo que la comprensión del amor y las leyes de Dios elimina.
Haber sentido el cortante látigo del odio racial no nos libera necesariamente de odiar en respuesta, como tampoco nos impide tener actitudes racistas hacia las otras razas o nuestra propia raza. Eliminar el racismo no consiste en hacer que una raza se sienta más culpable que otra o rotular una raza como más víctima que otra. Las actitudes racistas a menudo se esconden detrás de la justificación propia, el temor, la envidia o incluso el orgulloso sentimiento de ser “bueno”. Necesitamos ver más allá de estas formas y medios de hacer las cosas y apreciar la individualidad espiritual que Dios ha dado al hombre.
Mary Baker Eddy expresa la unión y valía espiritual que tenemos en común como hijos del mismo Progenitor divino, de la siguiente manera: “Sobre esta base se establece la hermandad de todos los pueblos; es decir, un solo Dios, una sola Mente, y ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’, es la base sobre la cual y por la cual el Dios infinito, el bien, el Padre-Madre Amor, es nuestro y nosotros somos Suyos en la Ciencia divina” (La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 281).
Los matrimonios interraciales han desafiado los antiguos paradigmas y clasificaciones raciales. Los logros futuros de la ingeniería genética desafiarán los rótulos materiales aún más. El apóstol Pablo estuvo en lo cierto cuando dijo: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Romanos 8:16, LBLA). También dijo: “No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28, LBLA).
El maestro cristiano, Cristo Jesús, abrazó a todos en su amor sanador. Aunque era judío, reconoció la bondad y la receptividad a Dios en individuos que pertenecían a grupos despreciados por su propia cultura, entre ellos los samaritanos y los romanos.
Nuestras capacidades y talentos, así como nuestra espiritualidad, provienen de Dios, y no son ni acrecentados ni disminuidos por la raza. La oración nos ayuda a liberarnos de los complejos de inferioridad, los temores, la condenación propia y las limitaciones personales, al ayudarnos a ver nuestra verdadera individualidad espiritual, la cual está dotada de capacidades y oportunidades ilimitadas.