Mi papá y yo siempre habíamos tenido una relación afectuosa. Por lo general, nos mirábamos a los ojos, así que cuando me diagnosticaron una enfermedad terminal, pensé que él me apoyaría. No obstante, este no fue el caso.
Estaba cansada y asustada, pero con la Pascua a una semana de distancia, me comuniqué con mi familia para decirles que quería continuar con las festividades, que incluían una búsqueda de huevos de Pascua y un almuerzo temprano. Todos los miembros de mi familia respondieron que sí, excepto mi padre. Lo único que recibí de él fue una tarjeta que decía: “No participaré en el almuerzo de Pascua este año”. Estaba firmado “Papá”. No me dio ninguna explicación, a pesar de que sabía que yo estaba pasando por un momento difícil. Estaba herida y confundida. No sabía lo que había hecho mal. Pensé que, si él tan solo me hablara, podríamos arreglar lo que hubiera sucedido.
Mis esfuerzos por hablar con él después de las celebraciones de Pascua fueron infructuosos. Yo era una madre y esposa ocupada y necesitaba tiempo para estudiar y orar. Quería que mi papá me respaldara y me ayudara. Pero me ignoró a mí y a mis llamadas pidiendo ayuda. No tenía idea de que esto continuaría durante seis años.
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