Una mañana, después de sacar a pasear a mi perrito, me incliné para quitarle la correa y sentí un dolor agudo e inmovilizador en la espalda. Fue tan intenso que dije muy fuerte: “¡Por favor, ayúdame!”. Un instante después, me respondí a mí misma y afirmé en voz alta: “La ayuda ya está aquí”. Dije esto porque sabía que Dios estaba presente y que yo tenía este maravilloso don de la Ciencia Cristiana con el cual satisfacer esta necesidad.
Muchas veces, a lo largo de los años, las curaciones han ocurrido rápidamente; cuando tan solo una o dos verdades espirituales han llegado a mi pensamiento y me han consolado, dándome la respuesta que necesitaba. Otras veces, las curaciones han sucedido como se describe en el libro de Isaías en la Biblia: “Mandamiento tras mandamiento, mandato sobre mandato, renglón tras renglón, línea sobre línea, un poquito allí, otro poquito allá” (28:10). Este caso fue uno de estos últimos.
Lo primero que sentí que tenía que manejar fue la creencia en el envejecimiento. En la Ciencia Cristiana, se entiende que la Vida es un sinónimo de Dios. Reconocí que la Vida que es Dios es espiritual y eterna. Dios no está envejeciendo. Esta Vida es eternamente nueva y fresca. Y puesto que la Biblia nos dice que Dios creó al hombre (a todos, hombres y mujeres) a Su imagen y semejanza (véase Génesis 1:26, 27), supe que, como semejanza de Dios, debía reflejar esa eterna novedad y frescura. Esta idea me reconfortó de inmediato, me dio la profunda convicción de que era verdad.