¡Que inmensos tesoros se pueden encontrar en las cartas que Pablo escribió a los primeros cristianos! Estas perlas de gran precio no son siempre fácilmente percibidas por el precipitado lector del Nuevo Testamento; en verdad algunos de los que leen las Escrituras sin detenerse a meditar sobre sus más profundos y escondidos significados podrían quejarse de que muchos de estos tesoros quedan sumergidos en un torrente de palabras. Por ejemplo, en el primer capítulo de su segunda epístola a Timoteo, se han necesitado cuatro versos para completar una de sus oraciones, y si uno no continuase leyendo toda la oración, podría pasar por alto la declaración hecha en el tercer verso y la cual contiene una de las más preciosas promesas hechas en toda la doctrina cristiana. Hablando de Cristo Jesús, Pablo se refiere a él como el que “ha abolido la muerte, y ha sacado a luz la vida y la inmortalidad por medio del evangelio.”
Si a todo cristiano se le hiciera esta pregunta: “¿ Cree usted que nuestro Señor abolió realmente la muerte?” ¿cuántos estarían dispuestos a declarar inequivocadamente que el Maestro realmente abolió el tal llamado último enemigo? Algunos dirían honestamente que estaban convencidos de que Jesús abolió la muerte para sí mismo; pero ¿cuántos creen que la abolió también para los demás? Sin embargo, tenemos el relato bíblico que nos refiere que él no solamente abolió la muerte pero “ha sacado a luz la vida y la inmortalidad por medio del evangelio.”
Qué glorioso credo de la fe cristiana es este: el que un cristiano al aceptar a Cristo Jesús como el Mostrador del camino, repudia la creencia de la muerte. Cuando Cristo Jesús permitió a los hombres que tomaran todas las medidas para matarle; cuando aparentemente desde todo punto de vista humano su sentido mortal de la vida había sido destruído, al ser oficialmente declarado muerto y enterrado, cuán triunfal fué su reaparición ante sus seguidores y todos aquellos que tenían ojos para ver, probando así que su vida estaba intacta y su existencia ininterrumpida, a pesar de la cruel sentencia de la mente humana. ¿No probó él, tanto para sí mismo como para toda la humanidad y para toda futura era, que lo que nosotros llamamos la muerte no es la exterminación de la existencia? ¿No abolió él literalmente el temor universal de que con la muerte todo se acaba?
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