Así como el hombre a quien Pedro sanó a las puertas del templo alabó a Dios, yo también quisiera relatar con el corazón rebosante de alegría y gratitud, cómo fuí rescatado del mar y curado de una herida que sostuve durante esta experiencia.
En el año de 1940, la casa comercial en la cual me hallaba empleado me envió a Noruega por asuntos de negocio. Durante el viaje, el vapor en el cual viajaba fué torpedeado y hundido y yo sufrí una herida. Las condiciones que prevalecían esa noche eran tan graves que la muerte parecía inminente. Al ver el mar tan agitado y el barco en llamas hundiéndose rápidamente, y estando además herido, no parecía posible que yo me salvara. Oré en voz alta: "Dios está presente", y tan pronto como las olas comenzaron a barrer la cubierta uno de los tripulantes me llevó a donde se hallaban los botes salvavidas. Luego, sin tener que hacer esfuerzo alguno, fuí llevado al único bote capaz de resistir el oleaje. Aun así nos hallábamos en gran peligro. Uno de los barcos de guerra que nos escoltaba se acercó a nosotros con tanta velocidad que por poco nos hunde.
A pesar del dolor que sentía, me aferré al hecho de que Dios estaba presente, aunque las apariencias desastrosas parecían indicar todo lo contrario. Bien después de medianoche fuimos alcanzados por un grupo de buques de patrulla que nos condujeron a tierra. Catorce horas después del desastre me examinó un médico, el cual dijo que por causa de la demora, la herida se había agravado considerablemente. Cuando desperté de los efectos del anestésico me informaron que podrían producirse complicaciones y que de ser así me tendrían que amputar la pierna. En el curso de una larga conversación, me explicaron cuales nervios, ligamentos y tendones habían sido desgarrados o heridos tan gravemente que la pierna se me había acortado unos quince centímetros. Durante la entrevista, tuve este pensamiento, aunque no lo expresé audiblemente: "Doctor, ¡usted no lo sabe todo!" y con esto me embargó una profunda paz e inmensa alegría.
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