La historia de la mujer sunamita que se relata en el capítulo cuarto del libro segundo de Los Reyes es de mucho significado e inspiración. Esa valiente madre, que inesperadamente se vió confrontada con el deceso de su hijo, acostó al niño en el cuartito en lo alto, "cerró sobre él la puerta" y fué "al varón de Dios en el monte Carmelo." Viéndola desde lejos, Eliseo dijo a Giezi, su criado, que corriera a su encuentro y le preguntara si todo le iba bien a ella, a su marido y al niño. La respuesta de la mujer fué clara y precisa: "Bien."
Al llegar donde se encontraba Eliseo, cayó a sus pies y él percibió "que su alma estaba acongojada dentro de ella." Mas su agitación so impidió que ella sirviera de fiel testigo a la perfección del ser, ni la privó de la recompensa que merecía tal fidelidad. El profeta se dirigió entonces a la casa de la sunamita "y oró a Jehová", y el niño sanó.
Es en verdad consolador saber que la angustia que a veces parece acompañar nuestras sinceras declaraciones de la verdad no puede privarnos de la eterna presencia, el cuidado y la dirección de nuestro tierno Padre-Madre Dios, ni impedir nuestra gozosa demostración del hecho de que ninguna circunstancia a condición discordante está fuera del dominio de la ley siempre activa de Dios.
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