Uno de los más geniales poetas anglosajones, Roberto Luis Stevenson, que escribía desde el punto de vista del Cristianismo verdadero, habló una vez de su “gran tarea de la felicidad.” Casi toda su vida lo agobió una mala salud crónica, y sin embargo, cuentan sus biógrafos que logró retener cierto grado de felicidad y manifestarla hacia los demás. He aquí un éxito cristiano verdadero.
El anticuado Cristianismo tipo de cariacontecido que prevalecía en tiempos del puritanismo ha perdido su influencia, y el cristiano de hoy día se distingue por su actitud ilustrada y gozosa. En la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos de América se consigna que a los hombres “los ha dotado su Creador de ciertos derechos inalienables” y que “entre éstos están la Vida, la Libertad y la Búsqueda de la Felicidad.” Sin la recompensa prometida y la certeza de la felicidad, nada en la vida humana valdría la pena de obtenerse. El fin que se propone toda ley, mandamiento o requisito cristiano, la misma razón para obedecerlos, es la seguridad de que obtendremos una felicidad permanente. Luego la felicidad es la meta de todo esfuerzo cristiano. A esa meta se le ha dado el nombre de “cielo,” y en la página 587 del libro de texto, “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras,” Mary Baker Eddy la define como “armonía” o sea la felicidad.
La teología ortodoxa enseña usualmente que la meta del Cristianismo es, en este mundo, la bondad personal. Eso ha dado lugar en muchos casos a que quien logre ejemplificar una bondad personal se sienta satisfecho de sí mismo, lo cual equivale a una justificación propia deplorable y nada atractiva. Cristo Jesús precavió contra el riesgo de tal actitud mental cuando alguien lo llamó “Maestro bueno.” Le contestó (Mateo 19:17): “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno es bueno sino uno, es a saber, Dios.”
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