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¿Hay respuesta infalible?

Del número de abril de 1957 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Casi todos se interesan vivamente en hallar una respuesta infalible para todos sus problemas. Cavilan conjeturando si existirá la solución que buscan y a veces casi se sienten tentados a creer que puede ser que no.

Es tendencia de la supuesta mente mortal hacer que lo sencillo parezca difícil. Esa mente crea dentro de sí misma una sensación hipnótica de las cosas, una existencia de mentirillas o fingida que obscurece, o parece obscurecer la verdad del ser, en la complejidad inexplicable de su propia creación. “Inexplicable,” podemos decir avisadamente puesto que no puede explicarse en realidad lo que no se funda en la Verdad. Sólo lo que se funda en el divino Principio o sea la realidad divina puede probarse o demostrarse. Todo lo verdadero es demostrable. La materialidad y todas sus implicaciones son creencias falsas. No se fundan en el Principio divino de cuanto existe o sea en Dios, que es Espíritu.

Tal vez algo semejante a esto pensaba Mary Baker Eddy cuando escribió en “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras” (pág. 82 a la 83): “En un mundo de pecado y sensualidad apresurándose a un desarrollo mayor de poder, es sabio considerar en serio si es la mente humana o la Mente divina la que está influyendo a uno.” Es obvio que Mrs. Eddy veía claramente que la hipotética mente humana nos ciega en cierto grado a la presencia de la Mente divina que es Dios. La realidad o la verdad de la existencia se ve sólo cuando la neblina de lo material empieza a desvanecerse. La cuestión es pues descartar por erróneo mucho de lo que la mente mortal supone que ha aprendido a fin de que la realidad comience a despuntar en nuestro estar consciente. Quien piense como niño tendrá menos que hacer a ese respecto.

Dijo Cristo Jesús (Mateo 18:3): “Si no os volviereis y fuereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.” Incuestionablemente que el Maestro veía en el pensamiento infantil algo que a los adultos parece hacerles falta por lo común. ¿No será la pureza de su modo de pensar, su inocencia, su candor, su manera honrada y directa de tomar las cosas? Mientras el pensamiento del adulto suele atiborrarse de impertinentes cosas en desorden, el niño se ocupa de la maravilla de las cosas sencillas que halla a la mano. El no se mesmeriza con la multiplicidad de las implicaciones. Muy bien puede ser que esta sea una de las lecciones que el gran Maestro quería enseñarnos al decir lo que aquí mencionamos.

Por ejemplo, si el niño topa con algún peligro, lo primero que se le ocurre puede ser acudir a su madre. Su gran amor de ella por él lo atraería. Sentiría instintivamente, como Juan, el discípulo amado, que sentía y comprendía que “no hay temor en el amor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor” (I Juan 4:18). Según piensa el niño, su madre incorpora el amor. Nosotros aprendemos pronto en la Christian ScienceNombre que Mary Baker Eddy dió a su descubrimiento (pronunciado Crischan Sáiens). La traducción literal de estas dos palabras es “Ciencia Cristiana”. que el Amor es Dios, y que el concepto más alto y más dulce del amor humano es apenas una promesa de ese magno Amor que es Dios — ese Amor que siempre está donde estamos por ser omnipresente, siempre dispuesto a bendecirnos con su ternura y compasión.

Si pues el niño se vuelve a los brazos maternales con una seguridad tan confiada cuando aparece algún peligro, ¿cómo es que los adultos no se vuelven con esa misma confianza a los brazos del Amor divino? El Amor es el que nos libra o nos pone en libertad. Mrs. Eddy declara específicamente: “El Amor es el libertador” (Ciencia y Salud, pág. 225). Es casi imposible pensar en algo que sea más simple que el Amor. Y la comprensión demostrable del Amor es exactamente tan elemental como lo que sentimos de su poder que salva y protege. Lo único que necesitamos es sencillamente aprender lo que el Amor nos enseña.

El Amor siempre está disponible para todos. Cuando se le acepta satisface toda necesidad, y siempre se halla donde esté la necesidad o, estrictamente hablando, donde parezca estar la necesidad, porque no hay lugar en donde no esté el Amor. Esta bien conocida y muy amada promesa se encuentra en Ciencia y Salud (pág. 494): “El Amor divino siempre ha respondido y siempre responderá a toda necesidad humana.” Pero precisamente como a uno puede fallarle su encuentro con un amigo si camina fijando su vista en la acera abismado en otras cosas enteramente distintas, así puede uno parecer estar distraído sin percatarse de la presencia del Amor divino, cabizbajo en la contemplación del temor, la ignorancia, o el pecado o cosas parecidas.

Lo que responde a la necesidad de uno siempre está presente, pero hay que aceptar su presencia en lugar de la necesidad humana. A fin de sentir la presencia del Amor, debe haber amor en nuestro corazón. No es probable que uno sienta el amor que palpita o rebosa en el corazón de alguien desconocido mientras no lo encontremos y lo conozcamos. Cuando Juan hablaba de que no hay temor en el Amor sino que el Amor perfecto echa fuera el temor, probablemente pensaba algo como esto — que el Amor no sabe del temor ni de ninguno de sus congéneres. Luego el único modo en que nos podemos preparar para recibir el Amor es desechando de nuestro pensamiento todo lo que no sea semejante al Amor. El Amor perfecto conoce o ama únicamente la perfección, porque él es en sí mismo la perfección infinita.

Luego ¿no es completamente lógico que amar de veras es ver correctamente? Siendo así ¿no es de inferirse que cuando vemos que el hombre refleja cualidades semejantes a Dios expresamos Amor en el más cierto y elevado sentido que es posible expresar? Así lo hacía Jesús. El sabía que ni el dolor ni el sufrimiento ni la pobreza ni la muerte eran ideas del Amor divino. El no veía al hombre enfermo ni pecador ni moribundo. Veía la semejanza del Amor en todas partes. Era este fuerte sentido del Amor divino suyo lo que derretía o desvanecía todo lo desemejante al bien. Y así es hoy. Ninguna pretensión de poder aparte de Dios, o sea el bien, puede resistir la omnipotencia del Amor divino.

¿Por qué luchan tan arduamente los mortales por hallar en algún lugar escondido la respuesta a todos sus problemas cuando su solución está tan cerca de cada uno de nosotros como el amor omnipresente de Dios? Estas no son teorías conjeturales sino verdades demostrables. Nada puede apartar al hombre del amor de Dios — ni la distancia, ni las circunstancias, ni la situación, ni el tiempo, ni el pasado, ni el futuro, ni la ley de la herencia ni cosa alguna que la mente mortal sugiera o ponga como si fuera algo, cuando todo es el Amor y sus ideas. Estas ideas constituyen la presencia del Cristo, las ideas que curan y salvan, siempre presentes, siempre asequibles, siempre listas, y siempre abundantemente adecuadas. El Amor nunca falla.

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