Hacía cuatro años que me había casado cuando supe acerca de la Ciencia Cristiana. En esa época pensaba que un niño era suficiente para una pareja, que sería difícil mantener los gastos de una familia más grande. Sin embargo, ante la insistencia de mi esposo, estuve de acuerdo en tener otro hijo. Había sufrido mucho durante el primer embarazo, y durante el segundo las cosas fueron todavía peores. Aunque hablaba con un practicista, no estaba practicando esta religión porque tomaba toda clase de medicinas y vitaminas para el embarazo.
Cuando el niño nació, estuvo conmigo sólo unas pocas horas y luego falleció. Yo realmente deseaba tener un niño; pero con la ayuda de algunos Científicos Cristianos, dejé a un lado los sentimientos de pérdida. Un año más tarde ya estaba esperando un hijo otra vez, y me sentía bien. Pero ahora el negocio de mi esposo iba de mal en peor. Además se vio complicado en un accidente, aunque físicamente no sufrió, las acusaciones eran graves.
Después de unos días tuve un aborto. Al principio me rebelé contra todo, aun contra esta Ciencia maravillosa. Mas fue entonces cuando una querida amiga me indicó estas palabras en el Himnario de la Ciencia Cristiana (No. 97):
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!