Esta es una época de transición. Hemos visto que se ha producido un alejamiento de la imposición de la autoridad y disciplina. El derrumbamiento de un sistema anticuado a menudo se manifiesta como un vacío, y debido a que la imposición de la disciplina no ha dado lugar a la autodisciplina, con frecuencia parece como si no hubiera ninguna disciplina. La libertad, que realmente es la liberación de hacer lo que uno debe y no lo que uno quiere, se interpreta más generalmente como libertinaje. La desaparición de mucha de la observancia religiosa convencional, no ha sido seguida necesariamente por un conocimiento mayor de lo que Cristo Jesús dio a entender cuando dijo: “El reino de Dios está entre vosotros”. Lucas 17:21. Como resultado, la lealtad suprema tiende a ser para con uno mismo, con todo el desequilibrio que esto implica entre el privilegio y el deber, entre el derecho y la responsabilidad, entre dar y recibir.
El vacío, en vez, se ha llenado, con mucha frecuencia, con elementos perturbadores. La anarquía política e industrial permanece desenfrenada; el poder que tienen pequeños grupos para controlar a otros aumenta; el odio, la envidia, la sospecha y la avaricia parecen predominar, y el idealismo queda limitado por el oportunismo.
Podríamos decir, por cierto, que estas son generalidades. Las hebras de la compasión, el interés por el bienestar común y el idealismo, están entretejidos en la tela de la sociedad tanto hoy como siempre lo estuvieron. Pero detrás de las crisis políticas, sociales y económicas que enfrentamos, ¿no hay, acaso, un malestar moral más profundo?
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