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Ayuda para nuestro planeta

Del número de noviembre de 1985 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cuando yo estaba en la escuela secundaria, me preocupaba de que llegaría el momento en que no habría más pájaros en los bosques y que las truchas no sobrevivirían en los ríos. ¡Algo tenía que hacerse en cuanto a la contaminación! La amenaza parecía ser tan grande que hasta consideraba abandonar mis planes de ir a la universidad para trabajar, en vez, en un parque nacional. Tal vez eso sería lo que podría hacer de mi parte para salvar al águila pescadora, a la codorniz, a la nutria y a la secoya.

En la escuela circulaban libros sobre la contaminación, y hablábamos largamente sobre lo que debía hacerse. Empecé a hacer pequeños esfuerzos por limpiar el ambiente. Iba a la escuela en bicicleta en lugar de ir en automóvil; verificaba las etiquetas antes de comprar comestibles para ver si eran biodegradables, y mi familia resolvió recircular el papel y el vidrio.

Un día, al caer el crepúsculo, observé a un pequeño chorlito volar sobre los campos de rastrojo donde anidaba, y pensé: “Oh, Dios, no dejes que todo esto desaparezca”. Esa fue la primera vez que oré acerca de la contaminación; parecía que era lo más natural hacer.

Comencé a darme cuenta de lo que ahora comprendo mejor: que lo que Dios crea no puede ser destruido. Me llevó tiempo convencerme de esto. Pensé que Dios en verdad tiene que amar lo que crea, y, mediante la Biblia, yo había aprendido lo suficiente, como para saber que lo que Dios crea es bueno y refleja Su naturaleza.

Con esta confianza, comencé a buscar las señales del cuidado de Dios a mi alrededor. Las muestras de amor adquirían un nuevo significado. Aun los pequeños detalles de la vida diaria, tales como un padre o madre llevando en sus brazos a un niñito, o estudiantes ayudándose mutuamente para aprender una tarea, parecían hablarme del amor de Dios. Sabía, por lo que había aprendido en la Ciencia Cristiana, que Dios es Espíritu infinito, que llena todo el espacio, y que Su reflejo, o creación, es espiritual. Razoné de que no hay un amor más elevado o un cuidado más atento que el de Dios, puesto que nada puede separar a la creación espiritual de la omnipresencia y poder del Espíritu infinito. Cristo Jesús se refirió a este atento cuidado cuando dijo: “¿No se venden cinco pajarillos por dos cuartos? Con todo, ni uno de ellos está olvidado delante de Dios”. Lucas 12:6.

Dios, el Amor divino, está siempre cuidando del hombre y de toda la creación. Su amor nutre y protege. El sólo saber que Dios ama lo que El ha creado, me da la certeza de que todo está bien en Su creación. El Amor divino jamás deja de gobernar, de amar y de cuidar a Su linaje. Este amor tiene poder, puesto que Dios es el Principio divino que mantiene al universo.

El cuidado de Dios es aún más grande de lo que humanamente podemos percibir. La tierna relación entre el Espíritu y su imagen y semejanza es algo que el mundo físico apenas puede sugerir. El Apóstol Pablo habla acerca de ver “por espejo, oscuramente”. 1 Cor. 13:12. Eso es lo que ocurre cuando vemos al mundo de la naturaleza. El bien, la belleza y el orden que observamos en la naturaleza, dan sólo una indicación del amor de Dios por Su expresión. La manera en que una ave migratoria encuentra su ruta o un delfín emite ondas de ultrasonido, puede ser una señal de la guía infalible de la Mente divina.

Esto no quiere decir que el universo sea una mezcla de materia y Espíritu. Ni que Dios esté supervisando a dos mundos, uno espiritual y el otro físico. La verdadera y única creación es espiritual. La semejanza del Espíritu es incorpórea. Lo que percibimos como un mundo físico es el falso concepto que la creencia mortal tiene de la creación.

Cierta vez, cuando, durante el otoño, estaba de excursión en los Alpes suizos, me maravillé de la belleza que me rodeaba: las sucesivas cumbres majestuosas cubiertas de nieve, las pequeñas flores alpinas, las frambuesas y arádanos silvestres y los plácidos lagos que reflejaban a las montañas circundantes. Pero mi compañera, con quien caminaba, estaba pensativa. Señaló un árbol cubierto de cicatrices y dijo: “Este es el efecto de la lluvia ácida”. Me sentí indignada de que cualquier daño pudiera invadir este paraíso montañoso. Mi amiga me preguntó: “¿Oras también sobre esto? En los bosques de mi país, Alemania, esto es un gran problema”.

Si antes no había orado con firmeza acerca de esto, ¡empecé a hacerlo en ese momento! Me alentó saber que las condiciones discordantes, ya sean contaminación o enfermedad, no son causadas ni sancionadas por Dios; por tanto, no tienen origen verdadero. Son las falsas creencias de la mente mortal, lo que constituye el medio ambiente material. La creencia de que Dios podría crear o aun conocer un mundo formado tanto de materia como de Espíritu, es falsa, y es la raíz del problema de la contaminación ambiental.

Más tarde, al pensar acerca de los árboles en Alemania y Suiza, busqué en la Biblia un versículo que pudiera ayudarme a orar. Encontré en Salmos: “Se llenan de savia los árboles de Jehová, los cedros del Líbano que él plantó... ¡Cuán innumerables son tus obras, oh Jehová! Hiciste todas ellas con sabiduría”. Salmo 104:16, 24. Al recurrir a Dios, acepté que El es el Padre de todo y que lo que El hace es espiritual e indestructible. Pensé en que la armonía, y no la decadencia y la discordia, es la norma en el universo de Dios. Seguí orando hasta que dejé de luchar con la creencia de que la materia y el Espíritu puedan existir juntos.

Cuando oramos, recibimos de la Mente divina conceptos acerca del universo. La comprensión de la realidad espiritual corrige la falsa perspectiva de que el mundo sea imperfecto y frágil. La comprensión espiritual que se obtiene de la oración es lo que sana. La perspectiva espiritual de que el universo está creado con la sustancia del Espíritu, elimina la perspectiva limitada que obtenemos si confiamos en los sentidos físicos.

Hay algunas características mortales particulares que necesitan sanarse para detener el deterioro del medio ambiente. La Sra. Eddy escribe en su libro La unidad del bien: “Condiciones mentales, como la ingratitud, la lujuria, la malicia y el odio, constituyen los miasmas de la tierra”.Unidad, pág. 56. “Miasma” significa una atmósfera o influencia nociva, y deriva de la palabra griega que significa “contaminar”.

De manera que, empezando conmigo misma, traté de disminuir algunas de esas tendencias egoístas. Desde el despojarse inconsideradamente de los residuos hasta el deshacerse negligentemente de los desperdicios de las fábricas, todo eso muestra ingratitud por lo que es limpio y puro. Oré para saber que el Espíritu divino no crea tendencias egoístas o impuras. La bondad y armonía de Dios están reflejadas en Su idea, el hombre. Bajo la jurisdicción de la Mente divina, ni el hombre ni la naturaleza pueden dañar la obra de Dios.

Luego de haber orado de esta manera, me sentí más capaz de hacer la parte que me corresponde en la eliminación de la contaminación, incluso el problema de la lluvia ácida. Ya no siento que no puedo hacer nada en lo que se refiere a contribuir con la limpieza del medio ambiente. Al ver que la contaminación mental es una sugestión falsa en cuanto a la realidad del Espíritu y su idea, el hombre, podemos conocer la verdad específica que reemplaza una creencia equivocada con la verdadera comprensión espiritual. Esta comprensión más elevada acerca de la creación de Dios puede ayudar a sanar el deterioro del medio ambiente que atrae nuestra atención.

Los pasos que tomemos para reducir la contaminación en el mundo pueden ser la señal visible de una perspectiva interior y más espiritual acerca de la creación. Tal vez nos unamos personalmente en los esfuerzos por limpiar ciertos factores físicos específicos de la contaminación. Pero, aún más importante, podemos orar. Nuestra comprensión más elevada del universo indestructible y perfecto de Dios, puede hacer mucho más para ayudar a restaurar el medio ambiente.

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