Cuando yo estaba en la escuela secundaria, me preocupaba de que llegaría el momento en que no habría más pájaros en los bosques y que las truchas no sobrevivirían en los ríos. ¡Algo tenía que hacerse en cuanto a la contaminación! La amenaza parecía ser tan grande que hasta consideraba abandonar mis planes de ir a la universidad para trabajar, en vez, en un parque nacional. Tal vez eso sería lo que podría hacer de mi parte para salvar al águila pescadora, a la codorniz, a la nutria y a la secoya.
En la escuela circulaban libros sobre la contaminación, y hablábamos largamente sobre lo que debía hacerse. Empecé a hacer pequeños esfuerzos por limpiar el ambiente. Iba a la escuela en bicicleta en lugar de ir en automóvil; verificaba las etiquetas antes de comprar comestibles para ver si eran biodegradables, y mi familia resolvió recircular el papel y el vidrio.
Un día, al caer el crepúsculo, observé a un pequeño chorlito volar sobre los campos de rastrojo donde anidaba, y pensé: “Oh, Dios, no dejes que todo esto desaparezca”. Esa fue la primera vez que oré acerca de la contaminación; parecía que era lo más natural hacer.
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