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Ayuda para nuestro planeta

Del número de noviembre de 1985 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cuando yo estaba en la escuela secundaria, me preocupaba de que llegaría el momento en que no habría más pájaros en los bosques y que las truchas no sobrevivirían en los ríos. ¡Algo tenía que hacerse en cuanto a la contaminación! La amenaza parecía ser tan grande que hasta consideraba abandonar mis planes de ir a la universidad para trabajar, en vez, en un parque nacional. Tal vez eso sería lo que podría hacer de mi parte para salvar al águila pescadora, a la codorniz, a la nutria y a la secoya.

En la escuela circulaban libros sobre la contaminación, y hablábamos largamente sobre lo que debía hacerse. Empecé a hacer pequeños esfuerzos por limpiar el ambiente. Iba a la escuela en bicicleta en lugar de ir en automóvil; verificaba las etiquetas antes de comprar comestibles para ver si eran biodegradables, y mi familia resolvió recircular el papel y el vidrio.

Un día, al caer el crepúsculo, observé a un pequeño chorlito volar sobre los campos de rastrojo donde anidaba, y pensé: “Oh, Dios, no dejes que todo esto desaparezca”. Esa fue la primera vez que oré acerca de la contaminación; parecía que era lo más natural hacer.

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