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¡No tiene por qué estar enfermo!

Del número de febrero de 1985 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Si a usted le acabaran de decir que nunca estaría bien, ¿no se sentiría perplejo y quizás algo confundido si otra persona le dijese con firmeza y convicción: “No tiene por qué estar enfermo”? Entonces podrán comprender cómo me sentí el día en que una Científica Cristiana enjugó mis lágrimas y me alentó a mantenerme firme “contra las potestades de este mundo”, Ver Efes. 6:12. según dijo ella.

Me encontraba en una Sala de Lectura de la Ciencia Cristiana. La única razón por la que me dirigí allí fue porque necesitaba hablar con alguien. Después de haber estado manejando el automóvil durante una hora, llorando, divisé el letrero de la Sala de Lectura, y pensé que quizás encontraría allí a alguien que escuchase mis problemas. Simplemente me rehusaba a aceptar el veredicto que me acababan de dar.

Aunque no había comprendido de qué me hablaba la bibliotecaria cuando dijo: “No tiene por qué estar enferma”, me aferré a sus palabras al igual que un hombre que se está ahogando se aferraría a una cuerda. ¿Acaso era posible que existiese otra salida? De algún modo, sus palabras penetraron el entumecimiento que se estaba apoderando de mí. Un rayo de esperanza empezó a brillar a través de mis temores. Pero, ¡la siguiente declaración de la bibliotecaria fue tan sorprendente como la primera! Sus palabras, citando a San Pablo, fueron suaves pero firmes: “Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes”. Efes. 6:13. ¿Qué tenía que ver el hecho de ponerme la armadura con mi curación? Podía ciertamente percibir que esta enfermedad constituía el mal, pero, ¿qué clase de firmeza podía asumir contra el mal? Luego, la bibliotecaria tiernamente me dijo que yo era la hija perfecta de Dios.

No obstante, yo creía que vivía en un cuerpo material con una mente propia y un alma en alguna parte fuera del alcance de la vista; que Dios estaba en un cielo lejano y yo estaba aquí, en la tierra, tratando de solucionar las cosas. En ese momento, la idea de sentirme perfecta parecía muy remota.

Repentinamente, sin embargo, me embargó una gran paz. Tuve la sensación de que Dios estaba trabajando conmigo, guiándome, impulsándome y amándome. ¿Acaso podía ser esto la armadura acerca de la cual me hablaba la bibliotecaria? Ella me facilitó un ejemplar del libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud por la Sra. Eddy, como también varios ejemplares del Christian Science Sentinel, y me dijo que debía reclamar mi verdadera identidad como reflejo de Dios. Me explicó que mi verdadera identidad siempre había estado protegida por Dios, que jamás había sido atacada. ¡Salí de la Sala de Lectura con la armadura puesta!

Durante el estudio del libro de texto y de las publicaciones periódicas que me fueron facilitados, me olvidé por completo del problema físico, y, para mi gran alegría, al cabo de unas pocas semanas estaba libre de todo dolor e incomodidad. Había sanado.

Hallamos la salud reemplazando el concepto material acerca de nosotros, de que somos mortales enfermos, imposibilitados, con la idea divina del hombre como la creación de Dios. La verdadera salud es eterna. Jamás puede perderse. No puede desaparecer gradualmente, ni envejecer, ni deteriorarse, porque es espiritual. ¡Pensemos en ello! La salud de usted y la mía son eternas porque son espirituales. Por consiguiente, en verdad siempre poseemos salud, integridad y libertad.

No obstante, es menester que aprendamos a renunciar al sentido material del yo por ser una falsedad, a apartarnos voluntariamente de él y dejar que nuestra verdadera identidad como reflejo de Dios se manifieste en nuestra vida. La creencia general de que poseemos una naturaleza dual compuesta de elementos buenos y malos, que en la actualidad somos principalmente materiales, pero que seremos espirituales en el más allá, debe ser reemplazada con una comprensión más clara de que Dios, el bien, es el único Padre y Madre, y que el hombre es semejante a Dios. Este entendimiento descubre la creación material como una sugestión temporaria y ayuda a que se revele en nuestra consciencia la realidad espiritual: un Dios, una Mente, una Vida. A menos que una persona esté familiarizada con el estado del hombre como idea perfecta de Dios, no tiene base para reclamar su inmunidad de las discordancias asociadas con la identidad corpórea.

La Ciencia Cristiana exige que nuestro ser verdadero salga a luz. La verdadera identidad es la manifestación viva y eterna de Dios, la Mente divina, el Amor mismo; y no existe otra clase de hombre o ser. La verdadera identidad no contiene sustancia ni elementos materiales y mortales que puedan enfermarse, envejecer o morir, y esto debe ser comprendido, reconocido y demostrado tarde o temprano por cada uno de nosotros.

El pensamiento mortal y material y las creencias de la existencia material, no pueden ser renovados ni espiritualizados; tienen que abandonarse por completo. El asumir una firme posición a favor de la perfección conduce al descubrimiento de nuestra individualidad eterna, que es siempre íntegra, sana, completa y sin defecto o mancha alguna. La mente mortal, con su ejército de ilusiones, es renuente a abandonarlas. Mas el sentido material erróneo no tiene Dios, Principio o ley divinos que lo sostenga o apoye. El Cristo, la Verdad, está siempre presente en nuestra consciencia para destruir la creencia falsa y dejarnos libres para que manifestemos nuestra perfección radiante como ideas de la Mente infinita. Cuando el Cristo toma posesión de la consciencia receptiva, elimina lo que es extraño a la naturaleza divina y, en su lugar, entroniza la identidad genuina del individuo. El Cristo, la Verdad, no permite excepciones de ninguna clase a la perfección del hombre como semejanza del Espíritu.

Durante sus tres años de ministerio público, Cristo Jesús honró a Dios y bendijo a sus amigos y enemigos de una manera nunca igualada por ninguna otra persona. El reconoció a Dios como el único origen de su vida, pensamiento, salud y fortaleza. Jesús mismo nunca estuvo espiritualmente agotado, y jamás hemos oído que estuviese enfermo. Nunca careció de la sabiduría, capacidad, salud y fuerzas necesarias para iniciar y completar todo empeño correcto. En razón de su entendimiento de Dios y el hombre, el humilde Nazareno fue capaz de inspirarse en el Espíritu para su recuperación y así disfrutar de refrigerio y salud continuos.

La Sra. Eddy explica muy claramente un punto muy importante acerca del Cristo, cuando escribe: “El verdadero Cristo no tenía consciencia de la materia, el pecado, la enfermedad y la muerte; pues sólo estaba consciente de Dios, del bien, de la Vida eterna y de la armonía”. Y continúa: “Por consiguiente Jesús, el humano, podía recurrir a su individualidad superior y a su relación con el Padre, para encontrar allí descanso de las tribulaciones irreales en la consciente realidad y realeza de su ser, — teniendo lo mortal por irreal, y lo divino por real. Fue esta retirada de la individualidad material a la espiritual, lo que le fortaleció para triunfar sobre el pecado, la enfermedad y la muerte”.No y Sí, pág. 36. Asimismo nosotros, por ser verdaderamente hijos de Dios, podemos descansar en la consciencia de nuestro ser perfecto, seguros de que seremos rescatados y que recuperaremos de la tribulación, en razón de que la verdadera identidad está ya en el punto de la armonía.

Podemos purificar y sanar el ego humano sólo en tanto que nuestro pensamiento more en el reino espiritual de la salud, armonía, santidad y compleción de nuestra verdadera identidad. Esto es el hombre de la creación de Dios, y debemos amar y atesorar esta identidad con un amor tan profundo, tan sincero y reverente, que no sólo estemos dispuestos, sino deseosos, de esforzarnos para que se manifieste en nuestra experiencia actual.

¿Por qué a veces parece difícil abandonar el concepto de enfermedad, dolor u otras pretensiones del mal, y dejarlas de lado? Puede que sepamos o creamos que sabemos que estos errores son irreales; no obstante, puede parecer que nuestro pensamiento está afianzado en ellos. Tal vez deseemos reclamar nuestra filiación divina y, sin embargo, hallemos que nuestros pensamientos se desvían en imaginaciones ociosas y temerosas, ya que el falso sentido del ser lucha por sí mismo y sus creencias. Por medio de la oración, la experiencia y muchas autocorreciones, aprendemos a detectar rápidamente los pensamientos erróneos y arrestarlos antes de que lleven a cabo sus falsos argumentos. Puede que esto exija un esfuerzo de nuestra parte. Tal vez tengamos que perseverar en ello e insistir en las verdades espirituales: que ahora mismo poseemos nuestra identidad espiritual verdadera, que somos la emanación de Dios, y que manifestamos Su integridad, salud y conocimiento; Su amor, perfección y gozo. Necesitamos percibir que el hombre está gobernado por el bien solamente; por la Mente divina, y no por una mente personal y material. El hombre no es un mortal llevado por la corriente de la materia y soñando en ella, sino que es la idea espiritual de Dios, la cual vive en el Amor divino, en el reino de los cielos.

A medida que reclamamos y comprendemos nuestra verdadera identidad, el gozo puro del Alma que penetra nuestros pensamientos desaloja las creencias, opiniones y temores erróneos; disipa la preocupación, tristeza y depresión; y elimina las discordancias que quisieran cegarnos para que no veamos nuestra identidad perfecta como reflejo de Dios.

El temor está detrás de toda dificultad, incluso de toda enfermedad e incapacidad física. El temor nos induce a creer que es parte legítima de nuestra conformación mental. A medida que crece nuestra confianza en Dios, el temor a la enfemedad y al temor mismo, disminuye. No necesitamos temer a la materia, ni a sus leyes ni pretensiones engañosas, cuando comprendemos que aun la mínima percepción de la totalidad de Dios es mayor que todo el temor del mundo.

Todos podemos llegar al punto en donde perdamos de vista la identidad material y reconozcamos nuestros derechos divinos como hijos de Dios. La decisión de elegir el bien o el mal, la salud o la enfermedad, es nuestra en este momento. Ahora mismo podemos despertar a nuestra identidad espiritual y afirmar con gozo, confianza y expectativa: “Yo elijo a Dios, el bien, yo Te elijo a Ti, Padre”. Y nos hallaremos en el camino hacia la curación.

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