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[Original en alemán]

Concurrí a una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana* desde...

Del número de febrero de 1985 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Concurrí a una Escuela Dominical de la Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens) desde mi temprana niñez. Después de terminar a la edad de veinte años, al principio mi propio estudio me parecía ineficaz. Sin embargo, gradualmente se desarrolló dentro de mí una sed, hasta entonces desconocida, de conocer la Verdad. Siempre que había oportunidad, les hacía preguntas a los Científicos Cristianos. En una oportunidad, ellos a su vez me preguntaron: “¿Por qué no tomas instrucción en clase de Ciencia Cristiana?” Después de hablar con un maestro de Ciencia Cristiana, vi claramente que la instrucción en clase no es la culminación del conocimiento, sino que es el punto de partida para incrementar nuestro verdadero conocimiento, o comprensión de Dios. Poco tiempo después, fui aceptada y tomé clase. Lo que entonces aprendí me bendijo infinitamente, y continúa haciéndolo.

Hace varios años, de vez en cuando sentía un dolor punzante en uno de los hombros. Siempre desaparecía rápidamente. Cierto día, tuve que hacer sola un largo viaje en automóvil. Como una hora después de haber salido, me apareció otra vez el dolor. Poco después, no podía mover ni uno de los brazos ni la mano. Entonces recordé el “Padre Nuestro”, del cual dice Mary Baker Eddy “que abarca todas las necesidades humanas” (Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, pág. 16). Esta petición en la oración: “Y no nos metas en tentación, más líbranos del mal” (Mateo 6:13), inmediatamente adquirió especial significado. Asimismo, empecé a comprender la luz de la interpretación espiritual que la Sra. Eddy derrama sobre ese pasaje: “Y Dios no nos mete en tentación, sino que nos libra del pecado, la enfermedad y la muerte” (Ciencia y Salud, pág. 17). Por primera vez, vi claramente que el dolor y la parálisis no eran más que formas de tentación: la tentación de creer en el poder de la materia. Con un “no” enfático, me negué a ser tentada. Dos días más tarde, cuando ya había pasado bastante tiempo de mi llegada, otra vez recordé este incidente. No me había dado cuenta cuándo fue que pude tener nuevamente ambas manos en el volante; el dolor sencillamente había desaparecido, y nunca más se repitió.

Un domingo por la tarde de repente sentí náuseas, y todo el lado derecho de mi cuerpo quedó sin sensación. También sentí dificultad para pensar; pero vagamente recordé algunas palabras de uno de los poemas de la Sra. Eddy, al cual le han puesto música (Himnario de la Ciencia Cristiana, N.° 207): “Gozo, paz, poder”. Tanto el poder como el gozo parecían haberse perdido. Pero no tenía miedo. Sin embargo, sentí que debía pedir ayuda. El teléfono estaba en el cuarto contiguo. Llegué hasta allí, deseando llamar a una practicista de la Ciencia Cristiana, pero sólo podía recordar el primer dígito de su número, y lo marqué. Como no había cambiado a una línea exterior, nuestra extensión, que estaba en una oficina dos pisos más abajo, empezó a sonar. Allí estaba sentado mi esposo. El contestó, y vino a ayudarme inmediatamente. Puesto que yo no podía hablar coherentemente, él comenzó a declarar en voz alta y con convicción “la exposición científica del ser” de la página 468 de nuestro libro de texto, Ciencia y Salud. Las dos primeras líneas tuvieron su efecto en mí: “No hay vida, verdad, inteligencia ni sustancia en la materia. Todo es Mente infinita y su manifestación infinita, porque Dios es Todo–en–todo”. Respondí inmediatamente, y una sensación agradable fluyó a través de mí. En seguida me levanté, y preparé la cena completamente libre del problema. Jamás volvió a ocurrirme algo similar.

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