La gente a través del mundo clama por paz. En naciones como Afganistán, El Salvador, o el Líbano, donde confrontaciones de fuerzas armadas dejan aflicción y desesperación; en ciudades, donde el aumento del crimen a menudo crea ansiedad; en barrios, donde prejuicios raciales o religiosos pueden causar inquietud y rencor; en hogares, donde conflictos personales atormentan a las familias: en todos estos lugares la gente está ansiosa por tener paz. Ciertamente que debe de haber una forma de encontrarla, aun cuando muchos sientan que no hay paz.
Algunas personas quizás hasta pregunten: ¿Qué es la paz? Por cierto que ella ha de incluir el deponer las armas; respetar la propiedad ajena, la individualidad y los derechos de consciencia; tener un tierno afecto entre hermanos y hermanas, padres e hijos, esposos y esposas. Pero la paz es mucho más que esto.
En su más profundo significado espiritual, la paz es una cualidad de Dios. Y el hombre real — nuestra verdadera identidad — es la semejanza pura de Dios, quien es Espíritu ilimitable, Amor infinito, la única Mente. Como reflejo del Amor divino, el hombre expresa todas las cualidades de Dios. La verdadera paz es, entonces, inherente a la verdadera naturaleza del ser del hombre. Por consiguiente, no es una mercancía que se pueda perder o quitar. La paz es un elemento que forma parte de lo que realmente somos.
El ministerio de Cristo Jesús tuvo por objeto mostrar a la humanidad el camino de la salvación, el camino para demostrar la verdadera identidad del hombre como idea espiritual de Dios. La salvación ciertamente incluye percibir la paz del verdadero ser del hombre. Y, ¿acaso no fue ésta la paz que Jesús prometió a sus discípulos? En su discurso de despedida, el Maestro les dijo que Dios enviaría al Consolador, y luego declaró: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”. Juan 14:27.
Jesús no estaba ofreciendo meramente una forma limitada y temporaria de paz que el mundo puede ofrecer solamente bajo las mejores circunstancias humanas. En vez, fue su paz — la paz que él había demostrado — la que ahora prometía a todos aquellos que lo siguieran. La paz que había demostrado en su propia vida encontró su fuente en Dios solamente; no era del mundo. Esta paz continúa y está disponible ahora, porque el Cristo, la Verdad, siempre presente, nos la revela como una eterna cualidad expresada en nuestro verdadero ser ahora, como lo fue expresada también por el Maestro en su propia identidad, el Cristo.
Las cualidades de Dios no están sujetas a los caprichos de la existencia mortal. Están por siempre intactas, son inexpugnables. La paz espiritual es indestructibe y está siempre presente — es inherente al ser del hombre — aun cuando el mundo pretenda que no hay paz. Relatos acerca de mártires cristianos que fueron perseguidos años después de Jesús, hablan de aquellos que enfrentaron la muerte y, no obstante, lo hicieron con gallardía, con benevolencia hacia sus perseguidores, y con una calma que habla elocuentemente de la irreprimible paz que el Maestro prometió.
A medida que hoy en día nos inspiramos en la profunda fuente de la paz de Dios, descubrimos la inmensa alegría y la vitalidad de vida que esto aporta. Aun en medio de catástrofes, podemos mantener la inamovible convicción de que sólo Dios es supremo, el único poder y que El es el bien puro y genuino. Mediante la oración, percibimos más de la verdad espiritual de la ley de Dios que gobierna toda la existencia en armonía. Encontramos protección y curación en nuestra propia vida, y así estamos capacitados para orar más eficazmente por nuestro mundo y por su protección y curación.
Cada uno de nosotros puede ayudar para dar entrada a la paz propia del Cristo, la cual acaba con la hostilidad y, finalmente, destruye la rivalidad, las contiendas y los derramamientos de sangre, que no tienen lugar en el reino de Dios. Basada en los hechos espirituales del ser, nuestra oración científica aporta resultados: resultados prácticos que dan testimonio de corazones transformados y de un mundo transformado. Y ningún paso de progreso espiritual puede ser revocado por circunstancias, acontecimientos o abusos de poder humano. Como el Apóstol Pablo escribió a los cristianos en Gálata: “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley”. Gál. 5:22, 23.
La Sra. Eddy prestó seria atención a la exigencia cristiana de establecer la paz entre los hombres y las naciones. Más de una vez, declaró que la manera de demostrar paz permanente ha de encontrarse en la obediencia al Primer Mandamiento. En una carta al períodico Boston Globe, en diciembre de 1904, bajo el encabezamiento: “Cómo pueden silenciarse las contiendas”, la Sra. Eddy se refirió a la necesidad de esa época de poner término a la guerra entre Rusia y el Japón. Escribió: “El Primer Mandamiento del Decálogo Hebreo —‘No tendrás dioses ajenos delante de mí’— obedecido, es suficiente para calmar toda contienda. Dios es la Mente divina. De ahí la secuencia: si toda la gente tuviera una sola Mente, reinaría la paz”.
En el siguiente párrafo la Sra. Eddy concluyó: “Dios es Padre, infinito, y esta gran verdad, cuando se la comprenda en su metafísíca divina, establecerá la hermandad del hombre, pondrá fin a las guerras, y demostrará ‘en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres’ ”.The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, pág. 279.
En nuestra vida diaria, podemos esforzarnos más diligentemente por obedecer el Primer Mandamiento y reconocer a Dios como el Padre de todos. A medida que nuestras oraciones y nuestra vida concuerden con los mandamientos de Dios, estaremos haciendo algo verdaderamente sustancial para aportar paz a las perturbadas naciones, ciudades, comunidades y familias. Donde el fruto del Espíritu es cosechado, aun en un solo corazón, este fruto alimenta a muchos. Y “contra tales cosas no hay ley”.