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El maestro de la Escuela Dominical

Del número de noviembre de 1986 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Supongamos que usted ha sido nombrado maestro de los alumnos mayores. Este es su primer encuentro con ellos. El aire está cargado de vitalidad, de nuevas aventuras y posibilidades (igual que cuando los capitanes de viejos navíos, antes de partir a largos viajes, pasaban revista a su tripulación en la cubierta).

Sin ningún preámbulo, y hablando en tiempo presente, usted se sumerge en un relato de la Lección Bíblica. Las Lecciones Bíblicas semanales se encuentran en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana. Lo denomina “El hombre que lo quiere todo”. (Los relatos sirven para mantener la atención.)

“Esta es la historia de un hombre”, les dice usted, “que ansía vivir la vida, disfrutar de lo que el mundo ofrece; siente también un profundo deseo de saber, de conocer. Se hace construir casas, siembra viñedos, manda que le traigan oro y tesoros exóticos desde lugares lejanos, se rodea de músicos...

Ellos lo miran atentamente, interesados por los detalles. Quizás piensen que ese hombre es alguien a quien usted conoce. O que es alguien que aparece en las noticias. (Usted sorprende la mirada del superintendente dirigida hacia su clase, observándolo como alguien que, desde el muelle, espera a que el barco zarpe.)

Y continúa: “Pero él se da cuenta de que ‘nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oir’ ”. Ecl. 1:8. A esa altura, ya todos se dieron cuenta de que usted les está hablando del hombre descrito en Eclesiastés. Usted resume: “El lo quiere todo. Logra casi todo. Entonces descubre que no tiene nada. Y empieza a detestar la vida humana”.

En seguida comienzan a plantearle preguntas y a hacer comentarios. Pero todo esto proviene solamente de dos alumnos. Y son sobre diez temas distintos. Usted no está preparado para contestar sobre la evolución y los isótopos. No hay un tema que centralice la discusión. La clase se le escapa de las manos. Con dificultad puede hacer una observación sobre un solo punto espiritual. La charla fragmentada parece no terminar nunca. Por fin, suena la campanilla. Usted siente que está a punto de renunciar.

En su casa, después de haber orado, usted piensa en él, en el gran Maestro, Cristo Jesús. ¿Cómo lo hacía él? Recuerda una cita: “Según me enseñó el Padre, así hablo”. Juan 8:28. Y otra, del libro de texto de la Ciencia Cristiana, donde la Sra. Eddy dice: “La Mente divina incluye toda acción y volición, y el hombre en la Ciencia está gobernado por esa Mente”.Ciencia y Salud, pág. 187.

Entonces, es el Padre, siempre, ¿no es verdad? El es el responsable. Como un capitán, toma las decisiones. Pero Su barco es el universo.

Usted se dice: No dependas de tretas, de golpes de efecto ni de cuánto tú sabes. Trata de ver cuán humilde puedes ser. Haz un verdadero esfuerzo por sondear las profundidades de tu humildad. Quizás no haya límites para la humildad y su potencialidad, así como no hay límites para el Amor.

Y, de pronto, usted percibe con toda claridad el pensamiento que necesita: Enseñar es demostrar. Es dejar que la verdad eterna irradie y se compruebe por sí misma, pero no utilizándola de alguna manera predeterminada, por muy hábil que sea. Es el Cristo, el poder sanador de la Verdad, exaltado en los afectos, que se desborda en palabras y acciones correctas. Es expresarse en plena forma espiritual.

Ahora ya sabe cómo prepararse.

El domingo siguiente, se despierta sintiendo una gran paz. Este va a ser solamente su segundo encuentro con la clase, pero siente que hay algo diferente. Está en el aire. Está en su manera de caminar, en el gozo que surge e inunda su corazón. Es como una luz en su interior, a su alrededor, pero no es la luz del sol. Usted sabe que no se desvanecerá.

Comienza a abrir la puerta. Se dice a sí mismo profunda, serenamente: “Amo a estos chicos”.

(La nave avanza a toda vela. Todo está bien. Sigue el rumbo trazado.)

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