Quizás los peores enemigos de la paz — tanto individual como mundialmente — sean el odio, las divisiones personales y el desacuerdo. La tentación de desviarse del amor es tan persistente y está tan generalizada, que deberíamos trabajar firme y constantemente para liberarnos de este mal rencoroso. Y eso es lo que se exige justamente a los miembros de la Iglesia de Cristo, Científico. En el Manual de La Iglesia Madre, Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens), escribe: “Ni la animadversión ni el mero afecto personal deben impulsar los móviles o actos de los miembros de La Iglesia Madre. En la Ciencia, sólo el Amor divino gobierna al hombre, y el Científico Cristiano refleja la dulce amenidad del Amor al reprender el pecado, al expresar verdadera confraternidad, caridad y perdón”.Man., Art. VIII, Sec. 1.
Ciertamente, este llamado de alerta incluye, no sólo la animadversión que es evidente y obvia — la cólera arrebatada, el prejuicio hiriente, el antagonismo amargo — sino, también, desafectos tales como el rencor persistente, la justificación propia que se manifiesta en un rezongo constante, el enojo airado o simplemente la impaciencia, la irritabilidad, la insistencia obstinada en hacer las cosas a nuestra manera.
Todos ellos traen a nuestra experiencia su parte de conflicto e infelicidad. Perturban la paz de familias, comunidades y naciones. Y, estos tentadores seductivos, ¿no adjudican casi siempre a los demás el papel del malo? “¡Es tan necio!”, “¿Por qué no puede ser más organizada?”, “Simplemente, no entienden”. Nosotros nunca tenemos la culpa.
Pero todos sabemos que a veces tenemos la culpa. Es propio del mal rodearse de una espesa cortina de humo para impedir que detectemos la raíz del problema y lo solucionemos. A menudo, nuestra hostilidad, nuestra falta de compasión, nuestros sentimientos de superioridad, son los que necesitan ser sanados.
Y pueden ser sanados cuando comprendemos mejor la verdadera naturaleza de Dios y el hombre. Empezamos por darnos cuenta de que la animadversión de ningún modo nos pertenece. Es un invento de la mente carnal, esa mentalidad impostora que quisiera convencernos de que el hombre es egoísta y odioso.
La realidad es exactamente lo opuesto. El hombre refleja a Dios. No podemos sentir o conocer algo que Dios no conoce, porque, en realidad, somos la expresión pura de Su ser, Su exacta imagen y semejanza, como nos dice la Biblia.
Aquí está la respuesta a la animadversión, en esta unidad espiritual de Dios con su familia universal. Claro que, para sentir esta paz, todos tenemos que despertar a un mayor reconocimiento de esta unidad; necesitamos darnos cuenta de que cada uno de nosotros en realidad coexiste perpetua y directamente con Dios, y que el firme vínculo de Su amor nos abraza a cada uno individualmente en Su tierno cuidado. Quizás necesitemos defendernos enérgicamente contra la creencia de que la animadversión pueda ser real, tanto para nosotros como para los demás, y ocupar nuestro puesto como fieles centinelas para proteger nuestro pensamiento de este intruso.
Cuando estamos realmente hambrientos y sedientos de la verdad del ser del hombre, cuando cedemos a ella y la vivimos, comenzamos a ver cómo las variadas formas del odio — grandes y pequeñas — se desvanecen de nuestras vidas. En último término, el discipulado cristiano práctico — la obediencia a los mandamientos de nuestro Maestro, Cristo Jesús — ahogará y extinguirá los fuegos de la animadversión. Descubriremos que podemos regocijarnos con toda confianza en la paz imperturbable que Dios imparte, aunque las tormentas emocionales pretendan socavar la base misma de nuestra vida. Como nos asegura Isaías: “Porque los montes se moverán, y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti... Con justicia serás adornada”. Isa. 54:10, 14.
El mundo, sin embargo, prefiere no recurrir a Dios en busca de paz. Tiene una respuesta “más fácil”. Dice: “Si sólo pudiéramos ponernos de acuerdo en algunos puntos, encontrar una base común, entonces todo estaría bien. La gente dejaría de odiarse entre sí”. Aunque estos sentimientos son a menudo bien intencionados, tienden a edificar sobre las arenas movedizas de la afinidad y el afecto personales.
Naturalmente, deberíamos alentar los esfuerzos sinceros para que las personas de un mismo pensar y sentir sean llevadas a entablar relaciones más estrechas y amistosas; pero necesitamos comprender que el mero acuerdo humano, sin una base espiritual — la mera comprensión mutua y el acuerdo político — no puede producir una paz duradera. Aun si uno logra persuadir a la gente para que resuelvan sus diferencias, los sentimientos pueden enfriarse, las alianzas desgastarse, los puntos de vista y las metas compartidas volverse obsoletos.
Las asociaciones y alianzas personales cambian, mas Dios no. Y a menos que sea Dios, y no los acuerdos personales, la base de la unidad, nuestros esfuerzos por alcanzar la paz sólo darán resultados temporarios. De modo que no es casualidad que la Sra. Eddy unió el “afecto personal” a la “animadversión” en el pasaje del Manual que se cita al comienzo de este artículo.
El afecto personal puede ser tan obstructivo para la paz como la animadversión. ¿Por qué un vicio aparentemente tan inocente puede ser tan destructivo? Porque, en realidad, es una forma sutil de idolatría.
El afecto personal implica una falsa adoración: adorar a personas en lugar de a nuestro Padre celestial. Sus argumentos son: “Las personas, no Dios, me dan satisfacción. Las personas, no Dios, me dan todo lo bueno. El barómetro de mi felicidad sube o baja según como me traten las personas”.
¿Inocente? ¿Sin importancia? De ninguna manera. La Sra. Eddy emplea un lenguaje bastante fuerte al analizar el mal del afecto personal, señalando los efectos devastadores que el entregarse a él tiene tanto a nivel individual como para la humanidad en general. Ella escribe: “Aquellos a quienes llamamos amigos parecen endulzar la copa de la vida y llenarla con el néctar de los dioses. Llevamos esta copa a nuestros labios; pero se nos cae de las manos, haciéndose pedazos ante nuestros ojos”. Y más adelante, en el mismo artículo, continúa: “Y ¿por qué no seguimos disfrutando de esta sensación efímera, con sus deliciosas formas de amistad, con que los mortales se van educando en la satisfacción de placeres personales y adiestrándose en una paz traicionera? Porque éste es el grande y único peligro en el camino que va hacia lo alto. Un concepto falso de lo que constituye la felicidad es más desastroso para el progreso humano que todo lo que un enemigo o la enemistad pueda imponer a la mente o implantar en sus propósitos y logros para impedir los goces de la vida y aumentar sus penas”.Escritos Misceláneos, págs. 9–10.
¿Sutil? Sí. Por eso es que “el grande y único peligro en el camino que va hacia lo alto” merece nuestra urgente y constante atención. No es de extrañar que estas instrucciones en el Manual continúen: “Los miembros de esta Iglesia deben velar y orar diariamente para ser liberados de todo mal, de profetizar, juzgar, condenar, aconsejar, influir o ser influidos erróneamente”.Man., Art. VIII, Sec. 1.
Y antes de pensar que el afecto personal tiene muy poco que ver con la paz o con la liberación del mal, deberíamos considerar que la animadversión muy fácilmente se convierte en el reverso de las relaciones humanas amistosas y cordiales. Cuando las amistades riñen, la ira, el resentimiento y los sentimientos heridos pueden producir reacciones tan violentas como el odio elemental y obvio. Escuelas, negocios, comunidades, naciones, todos tienen sus altercados y aprenden lo transitoria que puede ser esta “paz traicionera” del afecto personal.
Tuve la oportunidad de aprender lo fácil que es aceptar — casi inconscientemente — los falsos conceptos generalizados sobre las relaciones personales. Felizmente, me casé con mi mejor amiga, y nuestra amistad ha ido creciendo con los años. Pero hubo un tiempo en que me sentía incómodo porque hablábamos muy poco sobre cosas importantes. Por supuesto, teníamos mucho en común y disfrutábamos juntos de muchas actividades. Pero raramente esto nos llevaba a tener conversaciones largas y profundas.
Después de un tiempo, me di cuenta de que lo que me molestaba era la creencia equivocada de que mi esposa y yo éramos responsables del crecimiento mutuo; que ésta era una gran oportunidad que yo estaba perdiendo. Cuando comprendí que, por el contrario, Dios nos estaba realmente guiando y enseñando a cada uno individualmente, mi ansiedad desapareció. Vi que cada uno podía crecer libremente en armonía con Dios, y en esta forma ser guiado a cuidar del otro de la mejor manera.
Esto no quiere decir que deberíamos encarar la amistad como un peligro o como algo que debe evitarse. ¡Nada de eso! La Sra. Eddy nos alerta únicamente sobre el depender de otra gente con idolatría. Ella se regocijaba en las relaciones verdaderas y tiernas, en el compañerismo cristiano, en el cálido sentido de familia que todos podemos disfrutar como hijos del Padre divino que tenemos en común.
Ella escribe: “La humanidad pura, la amistad, el hogar y el amor recíproco, traen a la tierra un goce anticipado de cielo. Unen alegrías terrenales y celestiales, coronándolas con bendiciones infinitas.
“El Científico Cristiano ama más al hombre porque ama a Dios sobre todas las cosas. Comprende este Principio — el Amor”. Y, según mi parecer, lo que dice dentro de signos de interrogación en este mismo párrafo, podría ser tomado como una lista de elementos para alcanzar una paz verdadera: “¿Quién recuerda que la paciencia, el perdón, la fe inquebrantable, y el afecto son las señales por medio de las cuales nuestro Padre indica las distintas fases de la redención del hombre del pecado y su entrada en la Ciencia?” Esc. Mis., pág. 100.
Cuando cultivamos a conciencia esas cualidades simples pero tiernas, nos traen serenidad espiritual, felicidad y verdadera satisfacción, tanto a nosotros como a los demás. A medida que estas características se desarrollan, hacen posible que se revele esa profunda unidad espiritual que nos salva de los gemelos malvados: la animadversión y el afecto personal. El cultivar un genuino carácter cristiano nos conduce hacia Dios y hacia relaciones más armoniosas con los demás. Nos abre el camino hacia la paz verdadera.
