Ocurrió en el otoño de mi primer año en la universidad. Eramos como doce estudiantes reunidas en mi dormitorio hablando sobre los círculos del infierno de Dante y lo que esta obra literaria significaba en el mundo de hoy. En una esquina, del otro lado de la habitación, una joven a quien apenas conocía, comenzó a hablar sobre la curación. Me interesó, pero el tema cambió y otra persona empezó a hablar. Continué preguntándole a la joven: “¿Cómo sanas?” Finalmente, alguien cortésmente me señaló que habíamos cambiado de tema. Pero para mí, la noche, el cuarto y Dante ya se habían esfumado. Había alguien que podía hablarme sobre la curación.
Allí me encontraba: yo era estudiante de música y la cantante más enfermiza que conocía. Durante mi niñez, había pasado todos los inviernos enferma de difteria. Había llegado a la universidad cargada con una farmacia de medicinas.
Menos de una semana más tarde, con mi nariz bastante congestionada, fui al cuarto de esa joven. Era un sábado a las 12:30 de la noche, y su luz aún estaba encendida. Llamé a su puerta, y mi vida comenzó a cambiar.
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