Someto este testimonio con un intenso deseo de expresar mi gratitud a Dios por haberme dado prueba de Su admirable cuidado durante un momento de peligro extremo.
Años atrás, construimos una casa en una propiedad que tenía una profunda zanja de desagüe en la parte de atrás del lote. En ese tiempo, acepté que era beneficioso tener la zanja, pensando que los niños (que entonces eran cuatro), disfrutarían subiendo y bajando en sus laderas. Así lo hicieron, pero cerca de dos años después, la ciudad decidió pavimentar la zanja. Fue pavimentada con concreto en forma de “U”, con una abertura de un metro y medio, que venía desde la abertura de una nueva alcantarilla localizada en la parte alta, al final de nuestra propiedad. Esto probó ser uno de lo principales medios de drenaje para toda el área donde vivíamos.
Una mañana, ya tarde, después de haber recogido a los niños, que venían de nadar, regresamos a casa sin saber que los fuertes aguaceros por los que habíamos pasado en nuestro trayecto habían resultado en realidad en una repentina inundación en toda la vecindad. Cuando llegamos a nuestro hogar, los niños me rogaron que los dejara ir a la parte de atrás para ver cómo su zanja se veía en la lluvia. En previas ocasiones, ellos siempre habían disfrutado de jugar y vadear allí durante y después de lluvias no muy fuertes. Estuve de acuerdo en dejarlos ir, pero les dije que no pusieran ni un dedo en el agua hasta que yo fuera en busca de un paraguas y me reuniera con ellos.
Guando regresé con el paraguas, vino a mi encuentro nuestra hija mayor, que entonces tenía diez años. Ella venía corriendo hacia la casa, llorando: “¿Mamá donde están mis libros?” (Ella se refería a sus ejemplares de la Biblia, y del libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras por Mary Baker Eddy.) Entonces ella, muy atemorizada, me dijo que su pequeña hermana y su hermano menor habían desaparecido. Yo no comprendí completamente lo que ella quiso decir, y le pregunté qué quería decir. Me indicó que los dos niños habían puesto un pie en el agua, y que entonces habían sido arrastrados por la corriente.
Corrí hacía la zanja, y mientras más me acercaba, mayor era el rugido del agua. No puedo describir el terror que sentí. Cuando alcancé la orilla de las rugientes y violentas aguas, nuestro otro hijo estaba parado allí con gran temor. Ciertamente era un momento para nosotros de afirmar las verdades espirituales de la Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens).
Mi próximo pensamiento fue el de sentirme profundamente agradecida de que nuestros hijos habían sido enseñados tanto en casa, como en la Escuela Dominical, de que Dios siempre estaba con ellos, guiándolos y protegiéndolos. Yo simplemente sabía que ellos estaban conscientes de esto en ese momento mismo. Corrí de vuelta a la casa. Allí dije a mi hija que llamara a un practicista de la Ciencia Cristiana, le contara lo que había sucedido, y le pidiera que orara por nosotros inmediatamente.
Por medio del estudio de la Ciencia Cristiana, yo había llegado a la firme realización de que la medida humana de tiempo no es la medida del tiempo de Dios. Como escribió el Apóstol Pablo (2 Corintios 6:2): “He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación”. Así que me adherí a la realización de que a pesar de lo que pareciera haber sucedido, ahora mismo los niños estaban bajo el cuidado amoroso de su Padre-Madre Dios.
Después supe que, a lo largo de toda la zanja, había hombres colocando rápidamente sacos de arena para tratar de contener la violenta corriente de agua. Dos casas ya estaban inundadas. También, el agua estaba precipitándose sobre los pesados puentes que los residentes habían construido sobre la zanja para que les fuera posible disfrutar de los bosques, al otro lado de sus propiedades. Cuando nuestros hijos iban siendo arrastrados furiosamente por la corriente, los hombres dejaron su trabajo para correr en su ayuda, pero no pudieron alcanzarlos. En ese momento, grandes planchas de concreto fueron forzadas hacia la superficie por la presión del agua. Al final de una cuadra de la ciudad, la zanja viró extremadamente a la izquierda, y el agua se precipitó contra un muro de contención. Ese era el rumbo en que iban nuestros hijos.
Tomé nuestro auto y guié hasta el final de la cuadra. Todo el tiempo estuve orando para escuchar los pensamientos de seguridad y consuelo que yo sabía me venían de Dios. Para el tiempo en que llegué allí, sentí una tranquila seguridad de que la presencia de Dios estaba con nuestros hijos. Cuando llegué al punto decisivo de la zanja, varios de los hombres ya habían llegado antes que yo. Oí que ellos repetidamente decían que había sido un milagro.
Cuando miré hacía el lado opuesta de las turbulentas aguas, vi a nuestros dos niños en la ladera opuesta. Habían hecho el viraje estrecho, pasando por el muro de contención, y estaban agarrados a dos pequeñas enredaderas escasamente del grueso de un lápiz. Los hombres dijeron que ellos posiblemente no podían llegar a los niños desde donde estábamos situados, pero que irían en auto varias cuadras para llegar a ellos por el otro lado. Para mí, el rescate de los niños de esta situación no era un milagro; era prueba de la omnipresencia de Dios. Nunca olvidaré mi sentido de admiración y mi profunda gratitud por esta maravillosa prueba de que el amor y poder de Dios cuidan de Sus hijos en cualquier circunstancia humana.
Más tarde, cuando ya tuve a los niños en la casa, vi que prácticamente no quedaba nada de sus trusas de baño, con la excepción de las bandas de doble costura y las aberturas de las perneras. Y, sin embargo, solamente tenían algunos rasguños en el cuerpo, como si ellos hubieran tropezado contra un rosal. Pregunté a cada uno de estos pequeños por separado, qué había hecho durante esta prueba, y cada uno dijo lo mismo. Cada uno dijo que, al salir a la superficie, gritaba: “Dios es Amor”, antes de ser empujado hacia abajo. Cuando ya habían pasado la virada estrecha en la zanja, cada uno alcanzó y agarró una pequeña rama, y, después, se detuvieron en la arenosa orilla. Hasta ese momento, ninguno de los dos sabía que el otro estaba en el agua. Una vez más, en mi pensamiento predominó una enorme gratitud a Dios.
Confío solamente que, al compartir esta experiencia, yo exprese en alguna forma mis ilimitadas gracias por el privilegio de criar a nuestros hijos (un total de seis) en la Ciencia Cristiana. Dios ha sido la fuente de mi fortaleza, y la de ellos, a través de sus años de formación, y hemos experimentado años de libertad y de regocijo al aprender acerca de Dios por medio del estudio de esta Ciencia.
Fairhope, Alabama, E.U.A.