Cuando los medios de comunicación informan que ha sucedido una tragedia en alguna parte del mundo, muy lejos de nosotros, o aun en una ciudad cercana, puede que anhelemos ayudar a las víctimas, pero, a veces, también puede que nos sintamos impotentes. Hace unos años, Margaret Powell, una Científica Cristiana, se vio catapultada desde su posición de “persona común y corriente” hacia el centro de un acontecimiento que captó la atención de la prensa mundial. Y lo que aprendió sobre el poder de la oración y del perdón ofrece una respuesta concreta a la pregunta: “¿Qué puedo hacer?” El artículo siguiente está basado en una charla que ella dio en la Iglesia Congregacional de North Pomfret, en Pomfret, estado de Vermont, Estados Unidos de América. La iglesia estaba presentando una serie de sermones sobre el perdón, y debido a su experiencia, el ministro la invitó a hablar.
El 18 de abril de 1983 era un día común para la gente común en Pensilvania. Era un lunes de mañana. Mi esposo, Dick, se fue a su oficina; nuestro hijo se fue a la escuela. Pero, éste regresó poco después y me dijo: “Mamá, bombardearon la Embajada Norteamericana en Beirut. Acabo de escucharlo en la radio. Sería bueno que escucharas el noticiero”.
Encendí el televisor, y miré horrorizada mientras explicaban que efectivamente habían hecho volar la Embajada Norteamericana; la confusión y los informes todavía seguían llegando. Mi prima, que es como una hermana, y su marido, estaban viviendo en Beirut. Bill trabajaba en la Agencia para el Desarrollo Internacional que pertenece al Departamento de Estado, y Mary Lee estaba enseñando en la Universidad Norteamericana en Beirut.
Todos oramos en situaciones como ésas, y yo oré también. Hice algunas llamadas telefónicas al Departamento de Estado, y me dijeron que me mantendrían informada a medida que les fuera llegando nueva información. Alrededor del mediodía, me llamaron del Departamento de Estado para comunicarme que Bill había muerto y que mi prima, que es Científica Cristiana, estaba en estado de shock y la habían llevado al hospital. Estaba en la lista de enfermos graves y la iban a operar. Me desplomé en una silla de la cocina y oré para saber que todo estaba bajo el gobierno de Dios.
Llamé a una amiga íntima, una Científica Cristiana de experiencia, y le pedí que me ayudara por medio de la oración. Oré para tener fortaleza y sabiduría para telefonear a los tres hijos de Bill y Mary Lee que asistían a distintas escuelas situadas en el este y el Medio-Oeste de los Estados Unidos. Mis oraciones recibieron respuesta; pude telefonear y hablar con directores o con el personal administrativo encargado de trabajar con los alumnos, y me cercioré de que alguien estuviera con mis sobrinos cuando ellos me llamaran. No fueron llamadas fáciles, pero les aseguré a los niños que los queríamos mucho, que debían venir y quedarse con nosotros, y así lo hicieron.
Durante esa tarde, recibimos muchísimas llamadas telefónicas de los amigos y vecinos de Bill y Mary Lee, del Ministerio de Relaciones Exteriores, de nuestros amigos y vecinos. Mucha gente — personas que conocía de oídas, otras que no conocía — nos hacía esa pregunta tan familiar e impotente: “¿Qué puedo hacer?”
Un hombre que llamó estaba llorando, y a través de sus sollozos me dijo: “Dígame qué puedo hacer”. Me escuché decirle: “Sí, hay algo que usted puede hacer”. Y me respondió: “Dígamelo, haré lo que sea”. Le dije: “Puede poner en práctica el perdón en su propia experiencia. Tenemos que empezar por algún lado”.
No podía creer que había dicho eso a un perfecto desconocido, pero lo hice. Y sentí que era lo correcto. Decidí que ésa sería mi respuesta a esa pregunta durante el resto del día, y así lo hice.
Más tarde ese mismo día, me llamaron del Departamento de Estado y me dijeron que el embajador había pedido que yo fuera a Beirut para acompañar a Mary Lee y traerla a casa. La noticia me dejó anonadada porque creía que mi lugar estaba junto a los chicos. Con todo, decidí ir. Fui con la delegación oficial norteamericana. Era la única que no era empleada del servicio civil oficial, y salimos de la base aérea Andrews en un avión militar C-141, llegando a Beirut en poco menos de veinte horas.
Durante el vuelo, el ruido de los motores hizo casi imposible hablar o escuchar (a todos nos dieron tapones para los oídos); esto me dio una maravillosa oportunidad para estar a solas con mis pensamientos, para sentirme cerca de Dios, para amar en forma activa la verdad que yo conocía acerca de El y Su creación. Necesitaba tener fortaleza, Su fortaleza, para lo que iba a enfrentar. Y necesitaba saber que me estaba apoyando en el “infinito sostenedor”. Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens), escribe en Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras: “Para los que se apoyan en el infinito sostenedor, el día de hoy está lleno de bendiciones”.Ciencia y Salud, pág. vii. Mis oraciones y las de mis familiares, las de mis amigos y de mi iglesia, fueron un apoyo invalorable. En ningún momento mientras duró la experiencia me sentí fatigada; por el contrario, siempre tuve vigor, siempre estuve pronta para seguir adelante.
Cuando aterrizamos en Beirut, pude sentir el temor que reinaba en esa ciudad. La destrucción era evidente, y todo era confusión. Pude ir inmediatamente al hospital y estar con mi prima. El temor de los médicos de que ella perdiera un ojo había dado lugar a la alegría porque no lo perdería.
Nuestra corta permanencia en ese hospital fue extraordinaria. La bondad, la generosidad, el amor expresado por los libaneses es algo que nunca olvidaré. Mientras estuve allí, tuve dos experiencias notables que me encantaría compartir con ustedes. Tuve que ir a la sede temporal de la embajada por unos documentos oficiales; dos empleados del Ministerio de Relaciones Exteriores norteamericano, que habían puesto a mi servicio, me acompañaron. Fuimos en auto hasta donde pudimos, y luego tuvimos que caminar sobre escombros y entre edificios derruidos. De pronto nos vimos frente a los restos de la Embajada Norteamericana. Tenía la esperanza de evitar verla. Había visto fotos del edificio destruido y no tenía deseos de verla personalmente.
Pero allí estaba, tiesa, grotesca. Mis acompañantes señalaron hacia la izquierda, hacia la cafetería donde Bill había estado durante una entrevista. Me indicaron el lugar — en el cuarto piso donde colgaba una alfombra verde — en el que había estado parada Mary Lee al estallar la pared de vidrio de un lado del edificio que la hirió. Y mencionaron la forma en que el chófer libanés la había cargado abajo los cuatro pisos, un hombre más bajo que yo. Por un momento pensé que este espectáculo me abrumaría, e instintivamente me di vuelta.
Le di la espalda. Exactamente al otro lado del edificio había un grupo de jóvenes infantes de marina, y caminé hacia ellos sin saber a ciencia cierta por qué lo hacía, pero creo que fue para agradecerles su presencia allí. Cuando me acerqué al primero, no podía hablar. Entonces lo rodeé con mis brazos, lo abracé y le dije: “¡Estoy tan orgullosa de ti!” “Que Dios la bendiga, señora”, me contestó. Después estreché en mis brazos al otro joven — que podría haber sido mi hijo — y entablamos una conversación. Abracé a todos y a cada uno de esos jóvenes infantes de marina; todos me devolvieron el abrazo con mucha ternura y hablamos amablemente. ¡Todo fue tan natural, tan genuino, tan hermoso!
Cuando me dirigía hacia donde había dejado a mis acompañantes, pensé: “Aquí está el Amor, aquí mismo, en presencia de este horrible símbolo, está la presencia viviente de Dios, el Amor divino; fuerte, vivo, hermoso, y pronto para ser expresado. En las palabras de la Sra. Eddy: ‘Y el Amor se refleja en amor’ ”.Ibid., pág. 17. Esta declaración forma parte de la interpretación espiritual del Padre Nuestro y se refiere a las palabras de Cristo Jesús: “Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”.
Cuando volví al hospital, encontré la variedad acostumbrada de invitados y visitantes. Creo que diariamente venían entre treinta y cincuenta personas, desde el ministro de relaciones extranjeras y los compañeros de Bill hasta los compañeros de la universidad de Mary Lee, sus alumnos, vecinos y amigos. Quienes se habían enterado de lo ocurrido, y querían expresar su dolor, le traían bombones, flores y regalos. Venían a expresar su propia pérdida y pesar.
Cuando se terminó la hora de la visita y Mary Lee y yo nos quedamos solas, oramos juntas como lo hacíamos todas las noches, y, luego, nos preparamos para dormir. Mientras me deslizaba en el pequeño catre que un doctor libanés muy amable me había dado para que pudiera dormir en la habitación de mi prima, mis pensamientos giraron alrededor de las discusiones y conversaciones que había oído, y de pronto un pensamiento dominó sobre los otros: el rumor, el rumor insistente de que el hospital era el próximo blanco.
El temor me paralizó. Sentí la inminente destrucción del edificio. También me dí cuenta de que estaba acostada frente a puertas de vidrio. Así que me levanté. No podía dormir; no podía pensar con claridad.
Me agaché en un rincón de aquella habitación pequeña y oscura; mi temor cedió al terror y el terror a los bordes helados del pánico. Traté de aferrarme a algo, y me aferré al primer antídoto para el temor en el que pude pensar: “Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos”. Ex. 14:14. Es uno de mis versículos favoritos y fue mi tabla de salvación en esta tormenta. Quería correr. Pero sabía que no podía abandonar a Mary Lee, que no la abandonaría. Y, me quedé.
Aunque pensé en bajar a la sala de enfermeros y hablar con ellos, me di cuenta con tristeza que para mí — una norteamericana que en unos días iba a volver a un país en que estaría a salvo y junto a una amorosa familia — hablar con ellos sobre mis temores hubiera sido absurdo.
Así que dije mi salmo favorito, el Salmo 91. Me aferré a él y traté de comprender la presencia de Dios y saber que El estaba allí donde nos encontrábamos, amándonos y protegiéndonos. Y oré; oré por Mary Lee. Una y otra vez insistí en lo que Ciencia y Salud llama “el gran hecho”. “Insistid con vehemencia en el gran hecho que abarca toda la cuestión, que Dios, el Espíritu, es todo, y que fuera de El no hay otro”.Ciencia y Salud, pág. 421.
Gradualmente, mi pensamiento cambió del temor por mí misma al amor hacia ella y hacia todos los pacientes. Ellos estaban protegidos por el amor de Dios. Entonces, naturalmente, mi pensamiento tenía que incluir la ciudad y todo el país. Oré por aquella ciudad que una vez fuera tan hermosa. Oré por ese pueblo valiente y valeroso que sigue viviendo, trabajando y esforzándose. Y oré por todo el país, tan destrozado, tan fragmentado; oré por todas las personas que a su modo buscan la paz.
Me sentí cada vez más segura del amor de Dios; un amor que no conoce fronteras. Después de muchas horas comprendí que este amor tenía que incluir a quienes yo jamás hubiera pensado en incluir: a las personas mismas que quizás estuvieran maquinando planes destructivos. Me llevó toda la noche ver que la espiritualidad del hombre no tiene excepciones; me dí cuenta de que, en realidad, también ellos eran espirituales. Sabía que eran hijos amados de Dios. (Lo son. Dios nos ama a cada uno de nosotros, nos ama tiernamente.) Sentí que algo volvía a su lugar. Sentí como que algo se había resuelto. Sentí paz. Y estaba amaneciendo. Por eso me encanta ese himno que dice: “Junto a Ti, cuando la luz clarea”.Himnario de la Ciencia Cristiana, N.° 317.
Sentí una especie de alegría. Una alegría tranquila, silenciosa y dulce; y volví a acostarme en el catre para descansar un poco antes de comenzar el día. Fue una experiencia fuera de lo común que tuvo una persona común.
Volvimos a casa. Mary Lee está bien. La visión de su ojo es normal. Es una respuesta al haber orado mucho. Trabaja en el extranjero como empleada del servicio de relaciones exteriores. Nunca olvidaré — y todavía me conmueve — la tierna y profunda experiencia que tuve en Beirut y lo que aprendí de ella. Y estoy agradecida por haberla vivido y por la oportunidad de compartirla con ustedes hoy.
