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We Knew Mary Baker Eddy

Una trabajadora en el Colegio Metafísico de Massachusetts

Del número de diciembre de 1986 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Eramos seis hermanos y quedamos huérfanos de padre y madre. Yo, la mayor, tenía dieciséis años, mientras que la menor, una delicada niñita de apenas tres años, precisaba mucho del cuidado y amor de una madre, y también todos los demás.

Relataré brevemente cómo fueron esos primeros años de mi juventud, y el consiguiente cambio que sobrevino abruptamente, del tierno afecto pasamos a un tratamiento frío e inhumano. Nos fue posible pagar por cada servicio que se nos prestaba; pero eso parecía no hacer ninguna diferencia. Las caritas tristes evidenciaban los rigores padecidos, y mientras mi corazón sufría más por mis hermanitos que por mí misma, me sentía incapaz de salvarlos de todo eso.

Esta experiencia no fue en vano para mí. Y estoy agradecida que más tarde tuve la oportunidad de perdonar y olvidar todos los sinsabores del pasado y amar sinceramente a los causantes, quienes a su vez, respondieron plenamente. ¡Quién podría decir que esta experiencia sería justamente lo que necesitábamos para aprender una gran lección!

Estas primeras pruebas sirvieron para dirigir mi pensamiento más hacia las cosas espirituales, y aunque me sentía como una niña andando a tientas en la oscuridad, siempre había como un destello de luz que iluminaba mi camino, que me sostenía, me consolaba y animaba. Sentía que Dios me cuidaba de manera desconocida para mí, y cuando el camino parecía difícil, pensaba que era la voluntad de Dios y que todo era para mi propio bien. ¡Qué poco sabía yo lo que Dios es, y que no es Su voluntad que alguien sufra! Estas experiencias durante mis años escolares probablemente fueron útiles para fortalecer mi carácter, y me hicieron más considerada y sincera en todo sentido.

Algunas veces me gustaba ir a un lugar hermoso en compañía de una querida compañera de escuela para estar a solas y conversar sobre cosas espirituales, y preguntarnos qué era verdad y qué no era verdad, siempre mirando hacia una futura felicidad en el mundo, sin saber que eso era una posibilidad presente.

Me di cuenta de que el convertirme de acuerdo con mi creencia ortodoxa, no me proporcionaba ni felicidad ni paz permanente, y que yo era la misma niña de siempre, todavía con las mismas faltas y fallas. No había aprendido que debía ocuparme en mi propia salvación, como lo mandan las Escrituras, y que nuestro gran Maestro enseñó el camino que debemos comprender, y no meramente creer.

A medida que pasaba el tiempo, y yo dejaba atrás la edad escolar, mi pensamiento continuaba percibiendo la verdad lo suficiente como para ir abandonando algunos de mis puntos de vista de la antigua teología, y cuando mis amigos me preguntaban respecto a mi credo, contestaba que me parecía no tener ninguno. Percibía que existía una verdad más elevada de aquello que yo conocía o de lo que había logrado encontrar. Sentía cada vez más el deseo de encontrar y alcanzar esa verdad. Muchas veces al día me preguntaba: “¿Qué es la Verdad?” Este era el gran interrogante en mi pensamiento que no podía resolver. Entonces pensaba: “Lo único que puedo hacer es vivir de la mejor forma posible según mi entendimiento y confiar”; pero esto no me satisfacía. Tenía que ver cuál era mi camino, tener algo en que apoyarme y sobre lo cual descansar. Mientras esta transformación ocurría en mi mente, no sentí tristeza ni melancolía. Por el contrario, me sentía animada y llena de esperanza.

En esta etapa de mi experiencia me enfermé, y en diferentes ocasiones los médicos me desahuciaron y hasta llegaron a llamar a mis amistades para que vinieran a verme por última vez. Para el sentido humano, la situación era de gran sufrimiento, y cuando vi que ese estado se iba prolongando por meses y años, resolví tomar la mejor actitud, bajo las circunstancias, para aprovechar esos años de mi vida y no convertirme en una carga innecesaria para los demás.

Alejada totalmente del mundo durante cinco años, imposibilitada en mi lecho, debilitada por el sufrimiento, aún así podía expresar alegría y paciencia, en lugar de convertirme en una inválida quejumbrosa. Me propuse no hablar de la enfermedad ni poner cara larga, sino tener una sonrisa para todos. Los médicos comentaban que rara vez habían visto a un paciente sobrellevar el sufrimiento con tanta fortaleza, y que mi cuarto era el más alegre de todos los que visitaban. Era el amor de Dios que me sostenía y me preparaba para la verdad que pronto, aunque yo no lo sabía, se me presentaría. En dos oportunidades, me llevaron en la cama a diferentes ciudades, donde me tratarían otros médicos. Todos mostraron mucho interés y amabilidad, y yo apreciaba sus esfuerzos. Pero los remedios materiales no pudieron curarme.

Al cabo de siete años hubo una mejoría, pero no me daban esperanzas de que hubiera una recuperación total, y los medicamentos ya no me hacían efecto. Entonces, dije a mis amigos que esperaba hallar algo más que medicamentos materiales para curarme. Y un día, recibí una carta de una amiga hablándome sobre lo primero que escuché acerca de la Ciencia Cristiana. Esto sucedió en abril de 1880, cuando la Ciencia era poco conocida. Al mismo tiempo, me enviaba una carta circular informando sobre la inauguración de la Primera Iglesia de Ciencia Cristiana, organizada con veintiséis miembros. La carta constitucional había sido obtenida en agosto de 1879, es decir, un año antes. La circular [describía] “una Iglesia destinada a perpetuar las enseñanzas de Jesús, restablecer el cristianismo primitivo, y restituir su perdido elemento de curación”. Me interesó muchísimo, y, considerando que la carta decía que esta curación era efectuada por medio de la Mente, dije que no veía ninguna razón por la cual los enfermos no podrían ser curados por este medio.

Le pedí a mi amiga que me recomendara un practicista para que tomara mi caso y, al mismo tiempo, encargué un ejemplar del libro Ciencia y Salud. Ella le pidió consejo a la Sra. Eddy, quien me puso bajo el cuidado de su esposo, el Dr. Asa G. Eddy. Comencé a mejorar de inmediato y a obtener mi liberación. Me sentí como quien sale de una prisión. Las cadenas de las creencias y leyes materiales iban cediendo a la ley superior del Espíritu, y el sufrimiento, a su vez, iba desapareciendo. Nunca podría describir la sensación de libertad que trajo la vislumbre de esta gloriosa verdad. El mundo me parecía otro mundo. Todas las cosas cobraron una perspectiva diferente, y había un halo de belleza en todo lo que me rodeaba.

Nunca había visto a un Científico Cristiano, pero mi único y más elevado deseo era poder ver y conocer a la persona por medio de la cual todo este enorme bien había venido al mundo, y quería que ella me enseñara la verdad, de modo que yo pudiera ayudar a otros. Esto se cumplió a su debido tiempo. Aproximadamente cuatro meses después de haber oído hablar de la Ciencia Cristiana por primera vez, solicité a la Sra. Eddy recibir instrucción en clase y fui aceptada.

Me citó en su casa en Lynn, y cuando llegué, me recibió su esposo, el Dr. Eddy. Me dijo que en ese momento la Sra. Eddy estaba ocupada, pero que pronto me atendería. No obstante, casi de inmediato apareció la Sra. Eddy con su cabello recogido sólo en parte (ya que se estaba peinando), y me dijo que no quería hacerme esperar. Sentí su amor, el cual siempre la hacía ser considerada con los demás. Y me sentí muy a gusto en su presencia. Era hermosa, pero bastante más delgada en esa época de lo que fue tiempo más tarde. Hizo todos los arreglos conmigo para que concurriera a su clase, y como yo sabía que ella estaba muy ocupada, traté de acortar la visita.

Creo que lo que más me impresionó durante este primer encuentro fue su espiritualidad y el lugar que ocupaba en el mundo, y, sin embargo, se puso a mi nivel, con gran sencillez y dulzura, considerando los más mínimos detalles para mi comodidad. Al retirarme, me puse a pensar en el momento en que podría regresar a esa casita y escuchar sus enseñanzas maravillosas. Esta casa, en la ciudad de Lynn, era sumamente sencilla en todos sus aspectos, pero de una limpieza inmaculada. En aquel tiempo, no tenían servidumbre, y era el Dr. Eddy quien se encargaba de ayudar en lo concerniente a la Causa, para que ella tuviera tiempo para atender otros asuntos. En todo lo concerniente a la Causa de la Ciencia Cristiana, y en lo relacionado con nuestra amada Guía, el Dr. Eddy siempre se mostró esposo y compañero solícito, dispuesto a ayudar.

Recibí mis primeras instrucciones de la Sra. Eddy el 30 de septiembre de 1880. Esta clase consistía únicamente de tres participantes. En esos días, sus clases eran pequeñas, pero ella nos dijo cuánto disfrutaba al enseñar esta pequeña clase. Sus enseñanzas eran una maravillosa revelación de la Verdad para sus estudiantes. Aún me parece verla cuando se sentaba frente a nosotros con esa expresión espiritual y celestial que iluminaba todo su semblante a medida que iba explicando la verdad contenida en su libro, Ciencia y Salud.

Al término de la clase, mi amiga (quien me había hablado por primera vez de la Ciencia Cristiana, y que también participaba de esta clase) y yo nos quedamos un poco más, permaneciendo sentadas cerca de nuestra querida maestra mientras ella nos hablaba del odio de la mente mortal hacia la Verdad, y del mal que debía ser vencido. Mencionó un incidente cuando una persona armada contra ella vino a su puerta, pero no pudo cometer su acto de maldad. Pudimos percibir tenuemente lo que significaba para ella mantenerse firme en el lugar que ocupaba — una representante de la Verdad ante un mundo de error — lo que eso le costaba, y la gloria que representaba. Pero nosotras, en actitud juguetona y jovial que le causó gracia, y al mismo tiempo la consoló, le dijimos: “Nadie la tocará; nosotras la vamos a ayudar”. Mi mayor felicidad hoy es percibir que quizás yo fui el medio de aliviarle un poco sus cargas en los años subsiguientes.

El primer culto dominical de la Ciencia Cristiana al que concurrí por vez primera fue en esa época, en la salita de la Calle Broad número 8, en Lynn. Había unas veinte personas presentes. La Sra. Eddy predicó el sermón. Una señora joven que estaba sentada a mi lado, al oírla, se curó de un problema crónico que los médicos no habían logrado curar. Su marido, que estaba presente en ese momento, acudió a ver a la Sra. Eddy al día siguiente para agradecerle lo que había hecho por su esposa. Ese fue el sermón más grandioso que jamás yo había escuchado, mas eran pocos los que estaban allí para escucharlo.

Después de la clase, la Sra. Eddy me recomendó que fuera a mi casa en el estado de Connecticut, y que adquiriera alguna experiencia en la curación, y así lo hice. Durante esa época, a menudo iba a Lynn a las reuniones de la asociación y a ayudar a nuestra querida maestra en lo que pudiera para el trabajo de la Causa, aunque yo sólo era una principiante.

Al comienzo del año 1881, la Sra. Eddy me llamó a Boston para que estableciera mi labor allí. Conocí a la Sra. Abbie K. Whiting, quien poco tiempo antes había recibido instrucción en la Ciencia Cristiana con la Sra. Eddy, y ambas pensamos que sería bueno comenzar nuestra labor juntas. De modo que fuimos a alquilar unas habitaciones con ese propósito, sin imaginar la clase de oposición que encontraríamos. No tuvimos ninguna dificultad en encontrar lugares agradables en buenas localidades, pero cuando se enteraban que éramos Científicas Cristianas, nos ponían toda clase de objeciones. Nada se sabía respecto a la Ciencia Cristiana, y nos trataban con sospecha. Cuando nos rechazaban en una casa, nos íbamos a otra. Pasábamos días así, esperando hallar un lugar en Boston para efectuar nuestro trabajo; pero nadie quería recibirnos.

Entonces fuimos a Charlestown y, finalmente, a una casa donde nos recibieron muy amablemente y nos concedieron todos los privilegios necesarios para efectuar nuestro trabajo. Esto incluía el uso de la sala los viernes por la noche, todas las semanas, donde invitaríamos a la gente para que escucharan nuestras charlas explicativas sobre Ciencia Cristiana, lo que era, y lo que podía hacer por ellos. La señora de la casa muy amablemente se ofreció a ayudarnos notificando a sus amistades, y así lo hizo, y nosotras nos manteníamos ocupadas haciendo todo lo posible para comunicarnos con la gente. Pero, a pesar de todos estos esfuerzos, no vino nadie. Entonces, dije: “Si ellos no vienen a mí, yo iré a ellos”, y la gentil Sra. Whiting estaba dispuesta a venir conmigo.

Conseguimos un buen número de folletos intitulados La curación cristiana. Con excepción de Ciencia y Salud, eso era todo lo que se había publicado sobre Ciencia Cristiana en esa época. Y con esto comenzamos nuestra misión, elegimos una de las mejores calles, e íbamos de casa en casa, ella por una vereda, yo por la otra. Esto constituía una actitud valiente para una persona tímida y apocada, y exigía una gran lucha con el yo. Pero todo eso fue puesto de lado al ir conociendo a la señora de la casa, quien, en toda ocasión, se mostraba muy interesada en lo que yo tenía que decirle respecto a la Ciencia Cristiana, y expresaba su deseo de reunirse con nosotras y aprender más. Mientras tanto, dejábamos un folleto a cada familia para que lo leyera.

Si bien estábamos contentas porque habíamos hecho algo bueno, nadie vino como resultado de este trabajo. Mi amiga, entonces, decidió irse a su casa por un tiempo, mientras yo consideraba qué paso debería dar. Al comienzo, me decía: “Ante mí existe un mundo que necesita la verdad. Si no consigo trabajo será por mi culpa; y si no consigo nada en mi primer intento, continuaré hasta lograrlo”. Tal vez sería puesta a prueba y aprobada. Pero sabía que, si yo hacía mi parte y Dios estaba conmigo, no podía haber ningún fracaso.

Mi próxima tentativa para atraer la atención sobre la Ciencia Cristiana, fue hacer un cartel y colgarlo en el vestíbulo con el siguiente anuncio prolijamente pintado en letras doradas:

Aquí se celebran reuniones con el propósito
de explicar la Ciencia Cristiana, los viernes
por la noche, semanalmente, a las 7:30.
Todos están cordialmente invitados.

Este anuncio atrajo mucho la atención de las personas que pasaban, y muchas se paraban para leer y, evidentemente, se preguntaban qué significaba todo aquello. El resultado fue que el viernes siguiente, por la noche, tuvimos una audiencia de ocho personas, atraídas por la mera curiosidad, como ellas mismas lo dijeron. No obstante, también expresaron que les había interesado el tema expuesto y que volverían y traerían a sus amistades.

Quizás no había en todo Boston dos personas más felices que mi amiga y yo al ver esta primera muestra de interés. Se necesitó gran valor y muchos sacrificios personales antes de poder cosechar los frutos de nuestra labor. Pero la recompensa se manifestó abundantemente y, a tal grado, que no cabía toda la gente que quería saber algo de la Ciencia Cristiana y ser sanada.

En octubre de 1881, ocho alumnos que habían permitido que el error entrara en sus pensamientos, se unieron y escribieron una carta desleal firmada por ellos, conteniendo acusaciones falsas contra su Guía. Esta carta cruel fue leída en una reunión de la Asociación de Científicos Cristianos, en presencia de la Sra. Eddy. Ella no dijo una palabra, y cuando terminó la reunión, que tuvo lugar en su propia casa, se retiró a sus aposentos, y todos los alumnos se fueron a sus casas excepto dos. Estos dos [junto con el Dr. Eddy] permanecieron junto a su amada maestra para consolarla en su angustia y tristeza.

En aquel momento, yo estaba en Salem y no pude concurrir a esa reunión, pero a la mañana siguiente, al recibir noticias de lo acontecido, tomé el primer tren rumbo a Lynn, pues deseaba estar con mi querida maestra y prestarle algún servicio en su hora de prueba. El Dr. Eddy me abrió la puerta. Encontré a la Sra. Eddy sentada frente a la mesa, y los dos estudiantes que habían pasado la noche en su casa estaban a su lado. En silencio, tomé asiento junto a ellos. El Dr. Eddy hizo lo mismo, y escuchamos a la Sra. Eddy, quien estaba hablando con una fuerza como jamás la había escuchado antes.

Momentos antes que yo llegara, la Sra. Eddy había estado sentada junto a los otros y la carga aún era pesada para ella. Sin embargo, de repente, se levantó de su silla, salió de la habitación con el rostro radiante y una mirada lejana como si estuviese contemplando cosas que los ojos no podían ver. Comenzó a hablar, el estilo de su lenguaje era parecido al de las Escrituras. Los tres que estaban con ella, percibiendo la situación, tomaron papel y lápiz y anotaron lo que ella decía. Cuando terminó de hablar y volvió al nivel de pensamiento de quienes estaban a su alrededor, se conmovieron tanto por lo que habían visto y oído que se les llenaron los ojos de lágrimas. Uno de ellos, arrodillado junto al sofá, sollozaba.

Fue en ese momento, mientras la Sra. Eddy se sentaba y comenzaba a hablarles, que llegué yo. Cuando terminó, dijo: “Deseo que ustedes tres se queden conmigo tres días”. Dijo que no sabía lo que podría ser, pero que sería de gran significado para nosotros.

Fueron tres días magníficos. Fue como si Dios le estuviera hablando a la Sra. Eddy, y ella viniera y nos contara las maravillosas revelaciones que tenía. Estábamos en la cima del monte. Percibimos que teníamos que quitarnos el calzado de nuestros pies porque estábamos pisando tierra santa. Lo que recibí en aquel momento, permanecerá conmigo para siempre.

La segunda parte de este artículo por Julia S. Bartlett continuará en el próximo número

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