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El valor de la serenidad

Del número de diciembre de 1988 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Mi padre tenía una serenidad interior que le permitía comunicarse con la naturaleza de un modo especial. Estaba familiarizado con las minucias de la vida en los campos y setos que rodeaban la casa donde pasé mi niñez, y cuando era niña me encantaba salir con él en las mañanas de primavera a buscar los primeros nidos de pájaros y las tempranas prímulas. Pero no siempre era fácil para una niña de cinco años mantener la calma y la paciencia necesarias en la búsqueda de esos tesoros.

Además, mi padre era partidario de una disciplina rigurosa y si yo había estado particularmente inquieta a la hora de la comida en familia, cuando los demás se habían levantado de la mesa me exigía que me sentara a su lado en silencio por un momento. Eso era para mí un verdadero suplicio; pero me ayudó a valorar los momentos de tranquilidad y a desarrollar un aplomo interior que, como adulta, he hallado invalorable al residir en una gran ciudad.

En realidad, un estado mental tranquilo no tiene nada que ver con el ambiente en que nos encontramos, sino que nos da acceso a un nivel más elevado de espiritualidad, que es el ambiente natural del hombre. En esta altitud espiritual podemos comenzar a descubrir nuestra identidad eterna, por siempre unida a Dios, el Espíritu.

El Salmista se refería a un estado mental, más que a un lugar físico, cuando declaró: “Jehová es mi pastor; nada me faltará. En lugares de delicados pastos me hará descansar; junto a aguas de reposo me pastoreará. Confortará mi alma”. Salmo 23:1–3. Sin duda, estas palabras memorables han consolado a gran cantidad de personas, ya sea que se encontraran en el desierto de la desesperación, en la agitación de la confusión, o aun en un embotellamiento de tráfico. Estas verdades son en realidad una oración que ha ayudado a hombres y mujeres a apartarse de los recursos limitados de la mente humana y a buscar el camino más elevado, el de confiar en la dirección de Dios.

Al igual que el Salmista, podemos oír la voz de Dios y Su consuelo cuando estamos bajo presión, diciéndonos: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios; seré exaltado entre las naciones; enaltecido seré en la tierra”. Salmo 46:10. Cuando mantenemos esta serenidad interior, sentimos y sabemos que estamos en presencia de Dios.

Por cierto que Cristo Jesús no permitió que las circunstancias externas lo perturbaran, porque comprendió su lugar en el reino de Dios. Cuando estaba con los discípulos en el Mar de Galilea y se levantó una tormenta, se relata que Jesús estaba durmiendo sobre un cabezal, inconsciente de la tormenta. Ver Marcos 4:36–41 Cuando los atemorizados discípulos lo despertaron, “levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza”. Preguntó a los discípulos por qué estaban tan amedrentados. ¿Acaso habían olvidado su fe? Jesús estaba tan consciente de la presencia de Dios que ni una tormenta en medio del mar podía perturbar su serenidad interior. Sólo la falta de fe podría hacernos olvidar que estamos en presencia de Dios. Jesús jamás olvidó su unidad fundamental con el Padre; tampoco nosotros debemos olvidarla.

Hoy en día, la Ciencia Cristiana está sacando a luz de manera práctica lo eficaz de las enseñanzas del Maestro sobre la unidad del hombre con Dios. La Sra. Eddy escribe sobre esta relación en Ciencia y Salud: “Tal como una gota de agua es una con el mar, un rayo de luz uno con el sol, así Dios y el hombre, Padre e Hijo, son uno en el ser”. Y continúa: “Las Escrituras dicen: ‘Porque en El vivimos, y nos movemos, y somos’ ”. Ciencia y Salud, pág. 361.

Cuando comenzamos a comprender la omnipotencia y omnipresencia de Dios, el Espíritu, percibimos con mayor claridad que el hombre creado a la semejanza de Dios no es físico sino espiritual; por lo tanto, no puede estar confinado dentro de una estructura o medio ambiente físicos, ni puede estar sujeto a los caprichos de la naturaleza. Jesús demostró esto cuando reprendió al viento y al mar y encontró la calma de la realidad espiritual — el reino de los cielos dentro de él — donde no hay lugar para fuerzas violentas y destructivas. Cuanto más experimentemos la serenidad y el aplomo que están conscientes de la presencia de Dios, más sentiremos la autoridad y el dominio que acalla las tormentas mentales. Y podremos recurrir a nuestra identidad espiritual que está siempre en paz con Dios.

Refiriéndose a la habilidad de Cristo Jesús para triunfar sobre la materialidad, la Sra. Eddy escribe: “El verdadero Cristo no tenía consciencia de la materia, el pecado, la enfermedad y la muerte; pues sólo estaba consciente de Dios, del bien, de la Vida eterna y de la armonía. Por consiguiente Jesús, el humano, podía recurrir a su individualidad superior y a su relación con el Padre, para encontrar allí descanso de las tribulaciones irreales en la consciente realidad y realeza de su ser, — teniendo lo mortal por irreal, y lo divino por real”. No y Sí, pág. 36.

Nosotros también podemos apartarnos progresivamente de un sentido limitado acerca de nosotros mismos y encontrar nuestra identidad espiritual que está siempre en unidad con nuestro Padre; entonces sentiremos la serenidad de la presencia de Dios y estaremos en paz.

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