Cuando era niña, lo que más me gustaba de la Navidad eran las luces: las luces de colores en las casas y jardines, las luces de los árboles de Navidad, las luces en las calles, los faroles adornados, y las velas (aunque fuesen eléctricas) en las ventanas de las casas vecinas. En contraste con el crudo aire invernal y el temprano anochecer, me parecía que las luces hacían de cada casa un hogar y daban a nuestro pequeño pueblo una sensación de comunidad que no tenía en ninguna otra época del año.
Pero lo que más me gustaba eran las verdaderas velas. En Nochebuena, cuando mi padre terminaba de leernos el relato bíblico de la Navidad, los niños nos íbamos a la cama alumbrándonos con velas. Con su luz suave y apacible, la vela creaba un ambiente de santidad; todos hablábamos en voz baja al subir la escalera y entrar en nuestras habitaciones. Luego nos metíamos en la cama, y recuerdo que más de una vez pensé, durante los breves momentos que nuestros padres tardaban en venir a apagar las velas, que probablemente la luz de una vela era la única luz que había en un establo en Belén, hace casi dos mil años.
La luz de las velas nos recuerda la santidad de esa celebración, pero apenas insinúa la radiante luz del Cristo que alboreó sobre los primeros que vieron al Mesías prometido. Esa luz llegó en formas variadas, conduciéndolos espiritual y literalmente hacia “donde estaba el niño”. Y, sin embargo, ¡cuán constante fue ese resplandor espiritual, uniendo a todos en un solo espíritu!
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!