El sacrificio es un tema sobre el cual no nos gusta hablar mucho. Hoy en día, la sociedad está mucho más interesada en adquirir cosas que en renunciar a ellas. No obstante, el sacrificio, en su sentido verdadero, no es algo que hay que evitar, sino que es un paso muy necesario en nuestro crecimiento espiritual.
Si usted está leyendo esta publicación periódica, probablemente esté procurando obtener una mejor comprensión de Dios. El conocer a Dios, incluso el empezar a comprenderlo, es la bendición más grande que cualquiera de nosotros puede tener. Sin embargo, leemos en el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud por la Sra Eddy: “Una gran renuncia de cosas materiales tiene que preceder a esta avanzada comprensión espiritual”.Ciencia y Salud, pág. 16.
La mente mortal, el concepto falso y limitado de que hay vida en la materia, jamás quiere sacrificar nada de su materialidad. Esta mente define al bien en términos materiales, y, luego, se aferra ferozmente a su concepto material del bien, a todas las cosas y placeres materiales que le gustan y desea. No obstante, cada uno de los sacrificios materiales, hecho en bien de los demás o en consideración al Principio, nos lleva un paso adelante en el crecimiento espiritual. Hallamos que nuevas bendiciones nos vienen directamente de Dios para reemplazar con algo mejor lo que creíamos haber sacrificado. Cada vez que renunciamos al concepto material acerca del bien, somos recompensados abundantemente con un bien más elevado, un bien que es espiritual, que viene de Dios y, no obstante, es manifestado en maneras humanamente tangibles que responden a nuestras necesidades actuales. De esta manera, nuestra confianza en Dios se fortalece. Paso a paso, obtenemos un concepto más elevado de sacrificio, y, finalmente, vemos que todo lo que realmente habíamos estado sacrificando son los varios aspectos de la falsa creencia de que el bien es material y limitado.
La “gran renuncia de cosas materiales”, la que finalmente todos necesitamos hacer, probablemente, para la mayoría de nosotros, empiece con pequeños sacrificios. Mediante ellos, aprendemos a no temer a la renuncia. Por ejemplo, un amigo o un compañero de trabajo tal vez nos pida que renunciemos al tiempo valioso que dedicamos a nuestras cosas para que lo ayudemos a resolver algún problema suyo. O tal vez un miembro de nuestra familia que esté necesitado, nos pida ayuda financiera que difícilmente podemos afrontar. Tal vez tengamos que pensar en renunciar a una amistad que queremos desesperadamente pero que sabemos, dentro de nosotros mismos, que no nos conviene a ninguno de los dos. O tal vez tengamos que reconsiderar o, aun abandonar, una meta o plan que hemos anhelado por mucho tiempo.
Cuando nos encontramos frente a tales exigencias, es útil recordar que lo primero que tenemos que abandonar es una creencia en limitación, una creencia en que el bien en nuestra vida consiste en limitadas conveniencias humanas, tales como tiempo o dinero, o, que pueden hallarse solamente en relaciones o actividades humanas específicas. El bien es Dios. Por lo tanto, es espiritual, siempre presente, siempre disponible. Los medios que Dios tiene para bendecir son infinitos. Jamás están limitados al cauce humano específico que hayamos delineado.
Obtuve una nueva perspectiva sobre el sacrificio un día en que estaba leyendo la historia de la Biblia en la cual el profeta Elías hizo caer fuego del cielo para consumir el holocausto y así persuadir a la gente a que adorase a Dios en lugar de Baal. Ver 1 Reyes 18:21-39. En este relato, los profetas de Baal sacrificaron un buey en el altar de ellos, e invocaron a sus dioses para que enviaran fuego, pero no tuvieron éxito. Luego, Elías hizo que su gente derramara doce cántaros de agua sobre el buey que estaba en el altar de Jehová. Después, invocó a Dios. La Biblia nos dice: “Entonces cayó fuego de Jehová, y consumió el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, y aun lamió el agua que estaba en la zanja”.
Al estudiar esta historia, me interesó leer parte del contexto inmediato —antes y después— y descubrí que el suceso había ocurrido durante el hambre provocada por una severa sequía. Gente, ganado y vegetación habían muerto por la falta de agua. Inmediatamente después del sacrificio y de la demostración que hizo Elías del poder de Dios, Elías subió a una cumbre y oró, y su oración fue respondida. “Y aconteció, estando en esto, que los cielos se oscurecieron con nubes y viento, y hubo una gran lluvia”. 1 Reyes 18:45.
Al leer el contexto inmediato de esta narración, y ver que fue puesta como el punto culminante de una sequía que duró tres años, el acto de derramar doce cántaros de agua sobre el altar tuvo de pronto un nuevo significado para mi. ¿Cuál fue, después de todo, el sacrificio más difícil que la gente estaba haciendo bajo las órdenes de Elías: el buey o el agua? Parece un hecho notable que, después de tres años de sequía y sin saber cuándo ésta terminaría, la gente estaba dispuesta a derramar doce cántaros de agua que habían almacenado con mucho celo. Tuvo que haberles parecido que sus vidas dependían de esa valiosa agua. No obstante, estuvieron dispuestos a confiar en Elías y llevar a cabo ese acto de sacrificio aun antes de tener una evidencia del poder de Dios.
Y la respuesta de Dios vino no sólo como fuego, por muy impresionante que haya sido, sino como lluvia: lluvia que terminó con la sequía, lluvia que hizo crecer el pasto nuevamente, lluvia para llenar arroyos y fuentes y cisternas, para revivir a los hombres y los animales.
Al examinar cuidadosamente esta lección de sacrificio, empecé a ver que, cuando llegan momentos en nuestra vida en que se nos pide que renunciemos a algo valioso, también nosotros podemos recurrir a Dios y confiar en El para que nos provea de todo bien. El abandonar la creencia falsa de que el bien es limitado, nos trae un bien más abundante y nos guía hacia la comprensión más elevada y amplia de que el bien es espiritual y permanente.
No obstante, ésta no es la forma de negociar con Dios. (Derramaré mis doce cántaros de agua siempre que me prometas que vas a enviar lluvia.) Y el concepto limitado y material de las cosas, que llamamos mente mortal, por cierto que siempre estará argumentando que vamos a acabar perdiéndolo todo. Por tanto, renunciar a algo requiere una auténtica confianza en Dios, el deseo de estar dispuestos a “dar primero” sin que tengamos ninguna garantía material. El sacrificio proclama por medio de obras, en lugar de meras palabras, nuestra confianza en que Dios provee todo lo que podamos en verdad necesitar. Cuando derramamos nuestros doce cántaros de agua, no podemos estar seguros de si vamos a recibir lluvia o no; pero confiamos en Dios lo suficiente como para seguir adelante, con la confianza de que El proverá todo lo que sea necesario. Sus medios y arbitrios son infinitos; con frecuencia son imprevistos e inesperados; nos traen gozo y agradecimiento; y al examinarlos cuidadosamente, nos elevan a un nivel de confianza todavía más alto.
Cristo Jesús nos dio el máximo ejemplo de sacrificio. Al renunciar a su concepto mortal de la vida, nos dio a todos nosotros el ejemplo de una comprensión más elevada de la vida. Debido a su acción valerosa, su sacrificio voluntario, su confianza en Dios, todos podemos ver que la vida es espiritual y eterna, que no está en la materia y que no puede ser extinguida por la muerte.
Cuando nos enfrentamos a la exigencia de hacer un sacrificio, grande o pequeño, lo que realmente enfrentamos es que se nos exige reconocer la infinitud del bien. Se nos pide que reconozcamos que nuestro Padre celestial tiene medios infinitos para bendecir nuestra vida, un sin fin de posibilidades para planes aún mejores de los que la mente humana tiene pensados. Esa es la razón por la que no necesitamos temer jamás a sacrificarnos, porque cada vez que renunciamos a algo, incluso a cosas pequeñas, descubrimos en mayor medida el gozo de confiar en Dios, y percibimos cada vez más la naturaleza infinita, omnipresente y espiritual del bien. De esta manera, este bien espiritual se manifiesta en nuestra vida como bendiciones tangibles e intangibles, que recibimos con agrado cual lluvia sobre tierra seca, haciendo que nuestra vida florezca y se desarrolle, y se eleve hacia Dios.