La femineidad está bajo un ataque considerable en la sociedad moderna. En lugar de destacar su pureza, receptividad y fortaleza, muchas de la imágenes que presentan los medios de comunicación, en particular, tergiversan la naturaleza femenina, abusando de ella. Tratan de rebajar el elevado nivel de femineidad descrito en Génesis 1:27, e inconscientemente basan todos los conceptos acerca de la mujer en la maldición sobre Eva (ver Gén. 3:16).
¿En qué medida este punto de vista ignorante y mal orientado está influyendo en nuestro propio concepto de la mujer? ¿Hemos aceptado, sin darnos cuenta, el cuadro que nuestra sociedad pinta con tanta frecuencia? ¿Consideramos a la mujer como un objeto sexual, como destinada a concebir hijos y dar a luz con dolor, y como una víctima de la depresión mensual y de altibajos emocionales?
Me hice esas agudas preguntas cuando enfrentaba un “desarreglo femenino” crónico. De hecho, desde mi adolescencia y juventud, había sufrido de esa dificultad. Había recurrido a la medicina en el pasado, pero sin resultados permanentes. Ahora, como Científica Cristiana, recurría a Dios para curarme.
Sabía que podía aplicar las verdades que había aprendido al estudiar la Biblia y el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud por la Sra. Eddy. Pero, también sabía que esa curación sólo podía llevarse a cabo mediante la oración y el esfuerzo espiritual, y no por una obstinada decisión humana de cambiar. Al examinar mi pensamiento a la luz de la verdad espiritual, me quedé asombrada al descubrir que el concepto que el mundo tiene de la mujer me había sugestionado. Había admitido el concepto común adulterado de femineidad y, sin darme cuenta, lo había elegido como el ideal que regiría mi vida.
Por ejemplo, cuando era adolescente, el “amor libre” —con su consecuente degradación de la naturaleza femenina así como de la masculina— llegó a ser mi estilo de vida. El concepto de la femineidad promovido por el cine, la televisión y la publicidad fue el modelo que traté desesperadamente de seguir. Más adelante, cuando era recién casada, mi matrimonio estuvo centrado en placeres sensuales. Esto fue una base insegura, y el matrimonio terminó en divorcio.
A lo largo de esos años, luché con severas depresiones mensuales y frecuentes desarreglos femeninos. Ahora, varios años después, parecía que ese mismo problema me estaba desafiando una vez más. Pero esta vez, sabía cómo hacerle frente con una protesta espiritual y rechazar el falso concepto de la femineidad sujeta a una maldición, es decir, la femineidad basada en la materialidad, la fragmentación y la separación.
Oré para comprender mejor mi verdadera naturaleza como hija de Dios. Aunque ciertamente parecía que era la víctima de un desarreglo femenino crónico, dejé de lado la evidencia de los sentidos materiales y me apoyé en el hecho espiritual de que Dios es Espíritu y que Su creación es espiritual. Comprendí que el Espíritu no puede conocer la materia y la materia no puede ser el resultado del Espíritu, y así pude ver que mi naturaleza como hija de Dios tenía que ser totalmente espiritual.
El primer capítulo del Génesis declara que Dios lo creó todo y que era muy bueno. Ver Gén. 1:31. Por lo tanto, Dios es el único creador, y la creación está terminada y completa, pero desarrollándose, siempre resplandeciente en su armonía dada por Dios. Puesto que el Espíritu es el único creador, los hijos de Dios sólo pueden reflejar el poder creativo del Espíritu, no tienen poder propio para originar o crear. Bien comprendido, todo el bien que se manifiesta en la creación señala hacia la revelación o el desarrollo del universo de Dios, de aquello que siempre ha existido y continuará existiendo. La Sra. Eddy escribe en Ciencia y Salud: “Los mortales nunca podrán comprender la creación de Dios mientras crean que el hombre es un creador. Los hijos de Dios, ya creados, serán reconocidos sólo cuando el hombre llegue a conocer la verdad del ser”.Ciencia y Salud, pág. 69.
A medida que mi consciencia se saturaba de “la verdad del ser” —que la creación del Espíritu es completa y está intacta y que la verdadera naturaleza del hombre y de la mujer ya es armoniosa— iba percibiendo mejor el gobierno de la ley espiritual. Vi cada vez más claro que si todo es espiritual, las leyes materiales no tienen poder. Sólo son creencias ampliamente aceptadas —pero siempre falsas— pretendiendo que la vida está separada de Dios. Vi que mi verdadera identidad espiritual no estaba limitaba por ninguna ley material, porque, en realidad, el hijo de Dios coexiste eternamente con El y está gobernado por la ley espiritual.
El Espíritu no crearía a sus hijos espiritualmente —completos e intactos— para luego subordinarlos a leyes materiales basadas en la fragmentación y la separación. La noción equivocada de que el hombre es mortal, una identidad masculina o femenina impulsada por el instinto y las leyes biológicas, es contraria al primer capítulo del Génesis. Allí es Dios el creador, y el hombre, varón y hembra, refleja a Dios como Padre-Madre. La ley de Dios es la única ley en vigencia y gobierna espiritualmente, no subyuga a la naturaleza femenina o masculina a la materia ni a las leyes materiales. La naturaleza femenina resplandece espiritualmente debido a la divinidad que refleja. Está libre de toda maldición.
Pude comprender que este flujo periódico que siempre parecía gobernarme y causar trastornos emocionales, estaba basado en una creencia de vida gobernada por la limitación de los mortales llamada tiempo. Tiempo implica límites. Pero puesto que la femineidad es una idea espiritual desarrollándose eternamente en el Espíritu, su Principio divino, nunca está limitada. A medida que comenzaba a comprender mi naturaleza espiritual ilimitada, jamás fuera de la infinitud, jamás atada a la materia y a sus “leyes” finitas, fui sanada de los continuos altibajos de mi estado de ánimo y trastorno mensual.
Además, los extremos de sensualidad, que nuestra sociedad exhibe con frecuencia, empezaron a perder credibilidad para mí. Cuanto más veía a Dios como el único creador y al hombre y la mujer como Su creación espiritual, menos atractivo y amenazador me parecía el sensualismo. Vi que no estaba fundado en el Amor divino, sino que derivaba de un concepto acerca del hombre y la mujer como objetos materiales, a merced de impulsos incontrolables. Cuando están dominados por este concepto, hombres y mujeres encuentran sólo breves momentos de placer, y esos momentos son tan implacablemente buscados y codiciados que el amor y el aprecio genuinos de la naturaleza verdadera del hombre y de la mujer se pierden en una búsqueda de placer físico.
En la proporción en que el concepto general sobre la naturaleza femenina es adulterado, así también es degradada la naturaleza masculina. Los hombres nunca pueden alcanzar verdaderos niveles de dominio mientras la femineidad sea rebajada o se abuse de ella. ¿Por qué? Porque la masculinidad y la femineidad no son identidades fragmentadas sino completas y en unidad con la Mente, Dios.
El sensualismo está basado en la fragmentación, no en la compleción; está basado en la creencia de que el hombre no es la idea completa de Dios. Y dondequiera que la fragmentación exista, hay una directa contradicción del hecho espiritual de que Dios y Su creación son coexistentes. Pero como Dios y Su creación nunca están separados, tampoco lo están la masculinidad y femineidad verdaderas. Cada individuo refleja la compleción y plenitud del Padre-Madre Dios.
Después de haber vislumbrado la unión espiritual entre Dios y Su idea, empecé a preguntarme si esto significaba que tenía que llevar una vida monástica sin esposo, familia o amigos. ¿No podría nunca más expresar afecto a otra persona, ahora que mi entendimiento de la unidad del hombre con Dios era más firme? Al contrario, me di cuenta de que el percibir esta compleción ampliaba mi capacidad para amar y para expresar mejor ese amor. Ciencia y Salud declara: “La unión de las cualidades masculinas y femeninas constituye la entidad completa. La mente masculina logra un tono más elevado por medio de ciertos elementos de la femenina, mientras que la mente femenina obtiene valor y fuerza por medio de cualidades masculinas. Esos diferentes elementos se unen de manera natural los unos con los otros, y su armonía verdadera está en la unidad espiritual”.Ibid., pág. 57.
El percibir la compleción de la creación de Dios, de varón y hembra, no significa que tenemos que vivir separados del resto de la humanidad de una manera fría e independiente. La compleción constituye el centro de nuestros afectos. Porque sabemos quiénes somos y qué somos como reflejo espiritual de Dios —por siempre completos, íntegros y perfectos— nuestros motivos se purifican, capacitándonos para amar sin egoísmo. Entonces, nuestros afectos, que surgen de una base espiritual, son más sinceros y nos inspiran a establecer relaciones tiernas y estables en nuestro hogar, en nuestra familia y amistades.
En la Biblia hay muchas indicaciones de la ternura de la maternidad de Dios. En Deuteronomio, Dios es comparado con un águila que “excita su nidada, revolotea sobre sus pollos, extiende sus alas, los toma, los lleva sobre sus plumas”. Deut. 32:11. La fortaleza de la naturaleza femenina reside en este amor, en estar atenta a las necesidades de los demás, en tierna paciencia y comprensión, y en una presencia inspiradora. La característica de amor de la verdadera femineidad no es exclusiva sino omnímoda, porque es el reflejo de Dios, quien rodea con Su amorosa presencia toda la creación. El esplendor real de la femineidad y masculinidad verdaderas no puede evitar incluir este amor por todo.
Cuando la compleción y espiritualidad de mi ser comenzó a alborear en mi pensamiento, no sólo sané de los trastornos femeninos que me habían molestado desde mi adolescencia, sino también me liberé del estado mesmérico que había atentado atarme a un papel que Dios jamás me había asignado. Vi que el modelo a seguir es el modelo perfecto que Cristo Jesús nos mostró. La espiritualidad que él reveló es completamente accesible aquí y ahora; y cuando expresamos más de nuestra naturaleza espiritual en nuestra relación con los demás, vemos lo pura y satisfactoria que es la verdadera naturaleza del hombre y de la mujer.