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El matrimonio, la familia y la Ciencia de la curación

Del número de julio de 1988 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Recientemente vi una película de ciencia ficción producida en la década de los 60. Mostraba a un genetista sumamente preocupado por la visión maltusiana de que la población mundial excedería los recursos alimenticios. “Para el año 2000”, dijo alarmado, “la población de la tierra será de tres billones y medio. ¿Qué haremos entonces?”

Esa película reflejaba la preocupación popular de hace un cuarto de siglo. No obstante, ahora —mucho antes del año 2000— la población mundial ya excede los cinco billones. Es casi imposible concebir tal cantidad de gente. Pero si pusiéramos cinco billones de personas paradas una al lado de la otra, la línea de gente circundaría la tierra en el punto ecuatorial más o menos unas setenta y cinco veces. Si bien no estoy seguro si este ejemplo hace más concebible el tema en cuestión, no obstante, sugiere que el lugar y lo que vale cada uno de nosotros podría perderse fácilmente en un mundo tan vastamente poblado.

Ante tal inmenso número de personas, la pregunta que el Salmista dirigió a Dios: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria?”, Salmo 8:4. puede parecer una parodia o una súplica. Ciertamente se requeriría una Mente infinita para conocer al hombre si fuéramos a considerar a hombres y mujeres en estos términos. De hecho, la Ciencia Cristiana describe a Dios como Mente infinita, pero el interrogante es: ¿Cómo comenzamos a aproximarnos al amor infinito y eterno de un Dios infinito y a sentirlo en nuestra vida diaria?

Todos deseamos sentirnos amados por Dios y por nuestro prójimo. Un escritor del Nuevo Testamento percibió perfectamente la esencia de todo este asunto cuando dijo: “Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios”. 1 Juan 4:7. Pero el interrogante básico todavía persiste: ¿Cómo y dónde vamos a poder hacer esto en un mundo de cinco billones de personas?

Hay por lo menos un lugar que tiene la prerrogativa y la oportunidad para nutrir, proteger y reconocer el valor y el mérito de cada persona individualmente. Ese lugar es el círculo familiar. En la familia, una persona no puede perderse de vista. Aun en las familias donde los parientes no se llevan bien, si, por ejemplo, a la hora de la cena un solo miembro de la familia no está sentado a la mesa, su ausencia se nota y se siente. No hay otro lugar que ofrezca diariamente la posibilidad para este singular reconocimiento de la persona. Ni aun las organizaciones más caritativas pueden dar esta clase de atención y reconocimiento a cada persona.

Este hecho, por supuesto, tiene enormes implicaciones tanto teológicas como sociales. La sensibilidad espiritual en cuanto a lo significativo de un Dios, de un individuo o de una idea espiritual, nos aporta un sentido de urgencia y mérito espirituales que penetra la insensibilidad de la mente carnal en cuanto a la realidad del Espíritu infinito. El descubrimiento singularmente profundo y de mayor alcance que podemos hacer de Dios es el de comprender Su unicidad. Este hecho espiritual brilla claramente en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Es también el punto central de las enseñanzas de la Ciencia Cristiana. Y uno de los caminos más rudimentarios para comenzar a aprender cómo apreciar el profundo significado de unicidad, es comprender que el hombre es individualmente merecedor de amor, es comprender el valor de la naturaleza infinita y eterna de cada individuo como hijo de Dios. A medida que esa comprensión del hombre alborea en nuestro pensamiento, la totalidad del amor de Dios y el mérito de cada persona empiezan a tomar forma tangible y concreta en la manera en que actuamos, en lo que valoramos y en la manera que mostramos nuestro interés por los demás. Si realmente sentimos la valiosa naturaleza espiritual de nuestro prójimo —merecedor de amor, respeto, integridad y protección— ese solo valor moral y espiritual puede ser suficiente para detener la corriente de una ilegítima manera de vivir que trae como consecuencia niños que no se desean y, por consiguiente, no se cuidan.

Necesitamos cultivar y preservar todo lo que ofrezca la oportunidad de descubrir tales verdades espirituales en nuestra vida. Y un lugar primordial para oportunidades es en la familia: en hogares donde la fidelidad expresada mutuamente incuba el descubrimiento espiritual de nuestra innata capacidad para ser fieles a Dios, el Amor divino y la Verdad.

La Sra. Eddy debe de haber sentido que hay algo tan fundamentalmente esencial en la familia, que ésta debe ser protegida y preservada a fin de que la humanidad avance espiritualmente. Esto parece una conclusión lógica a la cual llegar cuando se considera el simple hecho de que la Sra. Eddy escribió todo un capítulo sobre el matrimonio y la familia en el libro de texto, Ciencia y Salud.

Los Científicos Cristianos hablan de la Ciencia de la curación cristiana. Han llegado a comprender, en cierto grado, que hay una ley divina sobre la cual se basa la curación de la enfermedad y del pecado. Pueden también hablar de una ciencia o ley divina que apoya a la familia y las buenas relaciones entre los miembros de la familia. Y si bien puede decirse que la familia humana no es una entidad eterna, es el medio por el cual primeramente aprendemos acerca del mundo y de las relaciones que tenemos unos con otros. En este caso, las primeras impresiones son, por cierto, importantes.

El matrimonio y la vida familiar están pasando por tremendos cambios. Desafíos a la santidad y permanencia del matrimonio y la familia se indican firmemente en las estadísticas de divorcios y experimentos genéticos. Hay una oscura nube sobre la sociedad que sugiere que el matrimonio sólo necesita ser un convenio temporario, sin reparar en el sufrimiento de corazones destrozados, de promesas no cumplidas y de infancias perdidas.

La curación en la Ciencia Cristiana no está separada de la comprensión espiritual de que cada persona posee una naturaleza de valor infinito como imagen y semejanza de Dios. Todos tenemos que considerar más a fondo cómo desarrollar mejores hogares y familias mediante la oración y la comprensión espiritual de la naturaleza eterna del hombre. El capítulo intitulado “El Matrimonio” en Ciencia y Salud, es un poderoso y fuerte lugar para comenzar este desarrollo espiritual. El consejo de ese capítulo en referencia a las familias es tan divinamente inspirado y típico de la ley divina como lo es el resto de las explicaciones del libro acerca de cómo la curación espiritualmente científica se lleva a cabo mediante la oración.

Ciencia y Salud empieza a hablarnos sobre la necesidad espiritual de curación y de salud en la familia en estos términos: “El matrimonio es la provisión legal y moral para la generación de la especie humana. Hasta que la creación espiritual se discierna intacta, hasta que se perciba y se comprenda, y el reino de Dios haya venido como en la visión del Apocalipsis —en la cual el sentido corporal de la creación fue lanzado fuera, y su sentido espiritual revelado desde el cielo— el matrimonio continuará, sujeto a reglas morales que aseguren virtud creciente”.Ciencia y Salud, pág. 56.

Cuanto más pronto aseguremos en nuestros corazones y oraciones lo valioso del matrimonio y de la familia, protegiendo y nutriendo la integridad y el mérito de cada hombre, mujer y niño, tanto más pronto estaremos en el camino para asegurar el bienestar futuro de la humanidad. La salud de las familias determina, en gran manera, la salud de la comunidad humana, y la familia puede proveer un refugio donde podemos descubrir nuestra naturaleza y mérito como hijos de Dios. Tal experiencia es, por lo menos, uno de los esenciales puntos para comenzar a restablecer la curación cristianamente científica demostrada por Cristo Jesús y por la primitiva comunidad cristiana.


Maridos, amad a vuestras mujeres,
y no seáis ásperos con ellas.
Hijos, obedeced a vuestros padres en todo,
porque esto agrada al Señor.
Padres, no exasperéis a vuestros hijos,
para que no se desalienten...
Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón,
como para el Señor y no para los hombres.

Colosenses 3:19–21, 23

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