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Sobre el tema de la intimidad sexual

Del número de julio de 1988 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Creo que nadie discutiría el hecho de que esta época presenta un desafío a los jóvenes y a su capacidad para decidir lo que está bien y lo que está mal en cuanto a la actividad sexual. La sociedad parece poner menos énfasis sobre la continencia y la fidelidad en las relaciones. El estímulo persistente para estar sexualmente activo se expresa a través de la televisión y del cine, y, en gran parte, a través de la música contemporánea, donde los temas sexuales son abiertamente promovidos. Muchas campañas publicitarias, ya sea en forma directa o indirecta, relacionan sus productos con la sexualidad. Y también hay una presión en el ambiente y el sentimiento de que “todos lo hacen, ¿por qué no tú?”

Con tantos elementos que están presionando para legitimar un estilo de vida promiscuo o sexualmente liberal, puede convertirse en una lucha el resistirse a las constantes presiones de esas sugestiones, especialmente cuando uno tiene que hacer frente a sus propios deseos sexuales. Pero cuando uno observa los efectos destructivos de una libre actividad sexual, tanto del individuo como de la sociedad, se ve claramente que vale la pena hacer el esfuerzo por tomarlo con calma y reflexionar sobre la clase de vida que queremos llevar. Enfermedades transmitidas sexualmente, embarazos de madres solteras, divorcios y matrimonios inestables, indican lo dañino que son las tendencias sexuales licenciosas. Pero, tiene que haber algo más que el temor a las malas consecuencias en lo que concierne a la continencia sexual.

La angustia física y mental puede ayudar a romper la fascinación del sensualismo, pero no puede mostrarnos la manera de liberarnos de ello. La experiencia enseña que, por más las consecuencias del adulterio y de la promiscuidad sexual sean dolorosas y se proyecten en gran escala, el sólo hecho de estar conscientes de ello no es suficiente para superar lo que continuará presentándose como una atractiva tentación. Simplemente considerar las consecuencias no resolverá el problema, porque aún tenemos que despertar a un significado y propósito de vida más profundos.

Según mi experiencia, me he dado cuenta de que es necesario basar mi decisión de dominio propio sobre algo más que el temor o la culpa. El basar mi razonamiento y mis oraciones en lo que la Ciencia Cristiana revela acerca de la verdadera naturaleza del hombre como imagen de Dios, me ha dado respuestas verdaderamente útiles. Me ha dado un sentido correcto de estimación propia y compleción que es seguro y satisfactorio porque está basado en Dios, y no en la personalidad y la apariencia física. La Ciencia Cristiana también me ha ayudado a ver que la falta de dominio propio en cuanto a la sexualidad siempre trae consecuencias negativas, porque vivir de esa forma, es vivir como si Dios no existiera o no importara, pero, de hecho, Dios es verdaderamente nuestra Vida y la fuente de todo bien. El aceptar la creencia de que uno está separado de Dios, inevitablemente conduce al dolor, al desengaño, a la pérdida del respeto de sí mismo, es decir, a una sensación de vacío y de una vida sin propósito que sólo el sentirse cerca de Dios, el Amor divino, puede sanar.

Ir de una relación sexual a otra, es como estar perdido en el desierto, sediento y tratando de encontrar agua en un espejismo tras otro. Aun cuando uno piense que la ha encontrado y puede beber, se queda más sediento, más vacío y más necesitado que antes. El espejismo promete ser una solución para saciar la sed, pero, después, esta sed es más grande.

Consideremos a la mujer de Samaria de quien nos habla el Evangelio según San Juan. Ver Juan 4:5–26. Cuando se acercó al pozo, donde Cristo Jesús estaba sentado solo, descansando de sus horas de viaje, ella había venido solamente a sacar agua, mas percibiendo Jesús que su necesidad de vida y amor era más profunda de lo que las profundidades de ese pozo podían satisfacer, la alentó a pensar en términos más espirituales. Le habló del don de Dios y dijo que era “agua viva”. Cuando la mujer no entendió y creyó que él se estaba refiriendo al pozo, Jesús contestó: “Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna”.

A medida que la escena junto al pozo se va desarrollando, pronto se hace evidente que la sed de la mujer era de algo más de lo que el agua podía satisfacer. Lo que sucedía era que ella ya había vivido con cinco hombres y estaba viviendo con un sexto, que no era su marido. El espiritual de Jesús descubrió este hecho, para sorpresa de la mujer. Aparentemente, el propósito de Jesús no fue sólo señalar el pecado; no fue condenarla, sino darle algo —un don, una fuente interior de agua— para que dejara de pecar.

¿Cuál fue el don que Jesús ofreció a esta mujer, y a todos nosotros? Fue, y es, una percepción más verdadera de la naturaleza de Dios como Espíritu siempre presente, como Amor divino llenando todo el espacio, como la única fuente perfecta de la creación, la cual también debe ser espiritual y eterna. Aunque la samaritana debe de haberse sentido como una pecadora mortal, vacía y sola, se le estaba mostrando, lo supiera o no, que el hombre realmente es el linaje del Espíritu, y, por lo consiguiente, espiritual; que el hombre es la expresión del Amor, permanentemente unido a Dios, el origen de su ser.

Vislumbrando más de la verdadera naturaleza de Dios, y comprendiendo mejor nuestra verdadera identidad que es Su creación espiritual, no tenemos que continuar en la frustrante búsqueda de afecto, valor y seguridad en una persona tras otra. En cambio, podemos comenzar a sentir la satisfacción, la paz y un sentido de lo que valemos que resultan de comprender que somos, ahora y siempre, las expresiones mismas del Amor eterno, profundamente amadas y tiernamente cuidadas. Esta comprensión comienza a destruir la creencia de que somos humanos llenos de pecado, sedientos de amor pero sin tenerlo nunca. Establece en nosotros la fuente de “aguas vivas” que conduce a la vida eterna.

Compasiva observadora de la humanidad, la Sra. Eddy sabía lo vitales que son los valores espirituales. Personalmente tuvo la experiencia de los tristes efectos de la infidelidad de su segundo esposo. Quizás, fue recordando esos tristes efectos —efectos tan trágicos para los individuos y destructivos para las comunidades— que ella califica la castidad como “el cemento de la civilización y del progreso”. Y en seguida continúa diciendo: “Sin ella no hay estabilidad en la sociedad humana, y sin ella no se puede alcanzar la Ciencia de la Vida”.Ciencia y Salud, pág. 57. La Sra. Eddy podía ver que la castidad no es simplemente un ideal remoto, o una elección puramente personal que puede ser agradable para algunas personas. Es absolutamente necesaria para la supervivencia de la comunidad, así como para el progreso espiritual del individuo.

La castidad no significa que nuestras relaciones deban carecer de un cálido afecto humano o de su tierna expresión. Abstenerse de complicaciones sexuales fuera de la protección y del compromiso del matrimonio es realmente una forma de alimentar las relaciones que verdaderamente apreciamos. Todos necesitamos sentir que somos amados, apreciados y tiernamente cuidados. Pero tratar de satisfacer esas profundas necesidades mediante relaciones humanas únicamente, siempre traerá desengaños porque ninguna persona —ni ningún número de gente— puede jamás ocupar el lugar de la relación que tenemos que encontrar en Dios. Lo que es más, cuando realmente sentimos el amor de Dios, podemos expresar mejor un amor profundo y permanente por otra persona, un amor libre de engaño, manipulación y egoísmo.

El entendimiento de nuestra relación con Dios puede que comience humildemente. Puede que comience con una simple fe en que Dios es real, que El existe, y que El ama a cada uno de nosotros. A medida que la realidad y la magnitud del amor de Dios por nosotros crecen en nuestro corazón, esa percepción puede desarrollarse hasta llegar a la comprensión de que somos espiritualmente Su creación, de hecho, la imagen misma de Dios. No somos simplemente seres humanos materiales que, en consecuencia, están separados del Espíritu. La Ciencia Cristiana nos ayuda a ver que somos, ahora y siempre, las expresiones mismas del Espíritu, el Amor eterno mismo. Y siendo nosotros la imagen o reflejo de Dios, nuestra relación con El es tan eterna y permanente como su origen.

Quizás, en este momento, algunas de estas declaraciones puedan parecer abstractas o difíciles de creer. Tal vez sintamos que somos mortales vulnerables, aislados y solos. Pero abrir nuestro corazón a Dios es un comienzo. Y cuando cedemos a la realidad de nuestra invariable relación con Dios —cuando empezamos a ver que somos la expresión espiritual del Amor, el objeto de Su cuidado, y luchamos para vivir de una manera pura y moral— esto rompe el hechizo de creer que somos materiales y sensuales, que estamos de alguna forma separados de Dios. Nadie dice que este cambio de pensamiento y de vida va a ser fácil; a veces, puede ser una verdadera lucha. Pero a medida que hacemos el esfuerzo sentimos el tierno apoyo de Dios, y nuestro deseo de sentir Su amor en nosotros y en nuestras relaciones con los demás es recompensado con una vida mejor, más feliz y con relaciones más satisfactorias.

Al recordar el poder de la presencia de Dios en su propia vida, el Salmista cantó: “Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre... El que rescata del hoyo tu vida, el que te corona de favores y misericordias; el que sacia de bien tu boca de modo que te rejuvenezcas como el águila”. Salmo 103:1, 4, 5.

¡Qué hermosa descripción de nuestra relación con Dios! Cuando cedemos para percibir más profundamente que Dios es todopoderoso, Amor eterno, la única fuente y creador único, reconocemos que el hombre es la semejanza de Dios, y que está fuera del alcance de cualquier mal o pecado. Nos regocijamos en el hecho de que, como imagen y semejanza de Dios, estamos rodeados de su constante amor y contentos con todo el bien. A medida que nos demos cuenta de esto y luchemos para vivir como hijos de Dios, nuestra vida reflejará ese nuevo entendimiento de nosotros mismos, y expresará naturalmente la fidelidad, pureza y castidad que traen la felicidad duradera tanto a nosotros como a nuestras relaciones con los demás.

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