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Recientemente viajé con mis dos niños para compartir una vacación...

Del número de julio de 1988 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Recientemente viajé con mis dos niños para compartir una vacación con una amiga y su hija, en una ciudad equidistante de nuestros respectivos hogares, más o menos a mil cuatrocientos kilómetros de distancia. En la última noche de nuestra vacación, mientras hacíamos compras, de pronto, me sentí muy mal, parecía que tenía un envenenamiento producido por algún alimento. No tenía fuerzas para regresar al hotel, y me preguntaba cómo podría manejar al día siguiente de regreso a casa una distancia tan grande. Me sentía abatida y desamparada.

Pero pronto comprendí que podía obtener ayuda divina. Oré calmadamente y pensé que no estaba sola. Dios, siempre presente y siempre activo, estaba allí mismo conmigo.

Bajo el impulso de esta sencilla verdad, pude seguir adelante con la ayuda de mi amiga, que se dio cuenta de mi urgente necesidad. Luego ella nos llevó a todos al hotel y se llevó a los niños a otra habitación mientras yo llamaba por teléfono a una practicista de la Ciencia Cristiana, en esa localidad, para que me ayudara por medio de la oración. La respuesta de la practicista fue firme e inmediata, declaró que los alimentos no podían determinar la condición de mi bienestar porque Dios establece y mantiene la salud del hombre. Acepté en mi pensamiento esta verdad espiritual con gratitud y convicción, sabiendo que, como lo asegura la Sra. Eddy en Ciencia y Salud (pág. 427): “Nada puede perturbar la armonía del ser, ni poner fin a la existencia del hombre en la Ciencia”. Afirmé que las cualidades derivadas de Dios, tales como fortaleza, paz, salud y libertad nunca podían ser usurpadas por nadie. Cuando colgué el teléfono después de esta breve conversación, comprobé que el dolor había desaparecido por completo. Está de más decir que el viaje al día siguiente hasta nuestra casa fue muy agradable.

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