Esta serie ilustrada que se publica en el Heraldo— “El poder reformador de las Escrituras”— trata sobre la dramática historia de cómo se desarrollaron las escrituras en el mundo a lo largo de miles de años. Se concentra en los grandes reformadores que escribieron y tradujeron la Biblia. Muchos dieron su vida para hacer que la Biblia y su influencia reformadora estuviera al alcance de todos los hombres y mujeres. Esta es una serie.
Sabemos por el Antiguo Testamento que Israel batalló durante mucho tiempo contra los ataques del exterior que la saqueaban, y la fascinación que les producía la adoración de Baal que practicaban los cananitas. Reconociendo la necesidad de que hubiera estabilidad y actuando con la autoridad que tenía como líder espiritual de Israel, Samuel nombró y consagró al primer rey de Israel, un siervo apasionadamente devoto de Yahvé llamado Saúl. Dotado por Yahvé con el espíritu carismático de liderazgo, Saúl guió a sus coterráneos a resistir con todo su poder a la gran amenaza militar que enfrentaban en aquel momento, los filisteos. Estos navegantes del sur de Europa habían aterrorizado por años toda la zona alrededor del Mar Egeo y estaban determinados a capturar a Israel como parte de la expansión de su imperio. Aunque Saúl al principio tuvo éxito al impedir la invasión de los filisteos, más tarde tuvo problemas emocionales que lo desacreditaron ante los ojos de su pueblo. Fue claro para todos, y en especial para Samuel, el consejero espiritual de Saúl, que Saúl ya no tenía ese carisma tan especial.
Se volvió cada vez más evidente que Saúl ya no era competente para liderar a su pueblo como rey, y fue entonces que un joven y brillante líder militar se presentó para llenar ese vacío de poder. Su nombre era David. Era un hombre de innumerables talentos, a quien el pueblo amaba: escribía poesía y era músico, hábil político y estratega militar. Y sobre todo se propuso hacer de Israel una gran nación bajo la tutela de Yahvé. Poco tiempo después de ser nombrado rey de Israel, David echó a los filisteos de sus tierras, ganándose así la eterna devoción del pueblo hebreo. Entonces se movió rápidamente para consolidar a las tribus de Israel en una gran nación. David transformó a Jerusalén en el centro de adoración, y se encargó de que la adoración de Baal desapareciera.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!