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¿Merecemos ser hijos de Dios?

Del número de mayo de 1995 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


A Principios De la década de 1900, cuando yo era muy pequeña, mis padres cometieron un acto social inaceptable; se divorciaron. Yo me quedé con mi madre, y cuando estaba en segundo grado de secundaria, no había suficiente dinero para continuar con mi educación. Así que tuve que trabajar. El sentimiento de culpabilidad y de vergüenza que me acompañaba por proceder de un hogar disuelto, por ser pobre y sin educación, me hizo sentir indigna. Como estas circunstancias no se debieron a mis propios actos, me sentía amargada e infeliz. La mayoría del tiempo estaba enferma, y como no me sentía amada ni cuidada, decidí que no quería vivir más. El consumo de bebidas alcohólicas parecía apaciguar el dolor que sentía, por lo menos temporalmente. Fue durante estas circunstancias depresivas que traté de quitarme la vida varias veces, y me transformé en una alcohólica a fines de mi adolescencia.

Después vino aquel día glorioso y alegre cuando la Ciencia Cristiana llegó a mi vida. Una señora que conocía a mi familia hacía muchos años, me prestó un ejemplar de Ciencia y Salud escrito por la Sra. Eddy. A medida que leía las páginas de este maravilloso y esclarecedor libro, aprendí a aceptar el hecho de que era la hija amada de Dios, y no una esclava del alcohol. Aprendí también que Dios es mi Padre–Madre, y que El, como Amor divino, con su misericordia responde a toda necesidad humana. Con la maravillosa sensación de que era amada y cuidada, sin condenación alguna, sané del alcoholismo y me liberé del sentimiento de vergüenza y de que valía poco. La tendencia de culpar a otros por las desgracias que había sufrido desapareció, y pude perdonar. Este sentimiento de perdón, este amor por los demás, me sanó de la amargura y del profundo dolor que sentía. La Palabra de Dios había cambiado mi vida.

Nosotros tenemos dominio sobre estos sentimientos de vulnerabilidad y de que valemos poco.

Al comprender que Dios es la única Vida y, por lo tanto, la verdadera fuente de mi vida, perdí el deseo de morir, así como el miedo a la muerte. Nunca más intenté suicidarme. Aprendí a amar este maravilloso, completo y rico concepto de la Vida, y he continuado haciéndolo, encontrando mucha felicidad a medida que he crecido en entendimiento espiritual.

Después de estudiar la Ciencia Cristiana por varios años, y haber tomado instrucción en clase de la Ciencia Cristiana, comprendí a Dios más claramente como Mente, la única inteligencia; y me fue posible continuar con mis estudios académicos. Después de obtener dos diplomas y de haberme recibido con honores, enseñé durante varios años y fui consejera en la escuela secundaria antes de renunciar para ingresar en la práctica pública de la Ciencia Cristiana.

Como mi experiencia lo demuestra, las circunstancias humanas familiares pueden cambiar constantemente. Puede que nos sintamos separados de otros miembros de la familia debido a un fallecimiento o un divorcio, o cuando los hijos se van de la casa para ingresar a la universidad o casarse. A veces las disputas familiares dividen a los padres y a los hijos. Algunos hermanos se alejan el uno del otro, o un amigo del otro. Puede que ambas partes se sientan enojadas, heridas, orgullosas, sin poder encontrar en sus corazones la humildad de perdonarse a sí mismos, o al otro.

Tales desafíos resultan de la creencia de que somos mortales — separados de Dios — y esto es lo que conduce a otra creencia de que valemos poco por una razón u otra. Este sentimiento de poco mérito puede llegar a ser muy desolador. Puede que sea la base de un desorden funcional, de una enfermedad, o hasta del deseo de morir. Esto también conduce a cambios indeseables en el carácter, así como a la adicción al alcohol y a las drogas.

Si somos víctimas de estas creencias falsas, esto no significa que nosotros las originamos. Son “sugestiones mentales agresivas”, según explica la Ciencia Cristiana; son conceptos falsos de quienes y qué somos. Pablo, un seguidor de Cristo Jesús, llama a estas creencias, la mente carnal. El escribe en Romanos: “Los designios de la carne son enemistad contra Dios”. Rom. 8:7. ¿No será entonces que la mente carnal, o mortal, intentaría (si pudiese) tener enemistad contra nosotros también, ya que somos en realidad las ideas perfectas, espirituales y eternas de Dios? Pero no tenemos que aceptar que los conceptos mortales de pecado, enfermedad y muerte son la verdad sobre nosotros mismos y los demás. A través de la oración, podemos rechazar cualquier cosa que nos trate de separar del bien y aceptar solo el concepto correcto de Dios, la Verdad y el Amor divinos, donde nuestra verdadera identidad ya está establecida porque somos Sus hijos amados.

La Sra. Eddy nos enseña lo siguiente con esta declaración inspiradora: “La Verdad eterna destruye lo que los mortales parecen haber aprendido del error, y la existencia real del hombre como hijo de Dios sale a la luz”. Luego añade, “El hombre mortal nunca podrá elevarse de los escombros temporales del error, de la creencia en el pecado, la enfermedad y la muerte, hasta que aprenda que Dios es la única Vida”.Ciencia y Salud, pág. 288–289.

A veces este progreso espiritual requiere un esfuerzo grande de nuestra parte para resistir la sugestión de que nosotros, o cualquiera, puede estar separado de la presencia y del poder de Dios, o que estamos sujetos a cualquier mal. Pero nosotros tenemos dominio sobre estos sentimientos de vulnerabilidad y de que valemos poco. No importa cuanto nos hayamos alejado de nuestra verdadera identidad como la idea espiritual de Dios, o cuan degradante sea nuestra experiencia, o cuan esclavizados nos sintamos por los sentidos físicos, porque podemos elevarnos por encima de las discordias mortales y reconocer nuestro verdadero lugar como hijas e hijos inmortales de Dios. Este es nuestro derecho divino.

Así que cualquiera sea la función que desempeñemos humanamente — sea como esposo o esposa, madre, padre, hermano, o amigo — y cualesquiera sean las discordias que traten de hacernos sentir indignos, podemos estar alertas y reconocer que estas perturbaciones no proceden de Dios. Las discordias mortales son solo temporales, porque nosotros somos verdaderamente más que lo que pueda sugerir una escena humana. Cada uno de nosotros es muy valioso para nuestro Padre–Madre celestial, Dios.

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