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Mi Familia Ha Tenido...

Del número de noviembre de 1997 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Mi Familia Ha Tenido muchas curaciones a lo largo de los años. Es tiempo de que exprese por escrito mi profunda gratitud por la poderosa protección de Dios y su tierno cuidado.

Cuando estaba embarazada de nuestro primer hijo, dediqué un tiempo cada día para orar específicamente por mí y por el niño. Un practicista de la Ciencia Cristiana también oró conmigo durante la mayor parte de ese tiempo. Me esforzaba por ver que el bebé ya era completo, perfectamente formado y enteramente espiritual. Me sentía muy segura y llena de paz con este pensamiento.

El médico obstetra que consultamos para que nos ayudara con el parto estaba algo familiarizado con la Ciencia Cristiana, y respetaba mi deseo de confiar este embarazo y su desarrollo a Dios. Cuando llegó el momento, mi esposo y yo fuimos al hospital. Después de unas ocho horas, el médico se inclinó hacia mí y me explicó en voz baja que, a pesar de que el bebé estaba en posición correcta para salir de cabeza, estaba boca arriba en vez de boca abajo, y tenía problemas para salir.

Llamamos al practicista, quien nos ayudó de inmediato. Nos contó más tarde que se había sentido inspirado a estudiar lo que la Sra. Eddy dice acerca de reflejo en Ciencia y Salud, particularmente estas palabras: “El engaño, el pecado, la enfermedad y la muerte son el resultado del falso testimonio del sentido material, el cual, desde un punto de vista hipotético situado fuera de la distancia focal del Espíritu infinito, presenta una imagen invertida de la Mente y de la sustancia, con todo puesto al revés” (pág 301). ¿Puede el hombre, el reflejo mismo de Dios, estar alguna vez en una posición peligrosa, incorrecta o invertida? ¡No! Para gran alegría nuestra, el bebé se dio vuelta en pocos minutos, y pronto llegó a este mundo debidamente, ¡aunque con bastante ruido!

Ahora tengo dos hijos, y la Ciencia Cristiana es el ancla de nuestra familia. Poco después de mudarnos al extranjero, mi hijo Sam, entonces de dos años, y yo, visitamos un parque cercano donde vamos a menudo a jugar y a dar de comer a los patos. Estaba yo arrojando la última migaja de pan a los patos, cuando Sam se dio vuelta y comenzó a correr sobre el camino empedrado hacia los juegos. Al darme vuelta para seguirlo, escuché un golpe. Se había caído y golpeado la cabeza contra el empedrado. Mientras corría hacia él y lo levantaba del suelo, supe que necesitaba confiar a Sam de todo corazón al cuidado infalible de su Padre-Madre, Dios. Este versículo de los Salmos describe hermosamente mi deseo en aquel momento: “Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley” (119:18).

Sostuve a Sam sobre mis hombros y le dije a él (y a mí misma) que nunca, ni por un instante, había caído fuera de la protección del Amor. Lo llevé a la orilla del lago para que mirara los patos mientras yo continuaba orando. Oré hasta que me liberé por completo del deseo de mirar su rostro, y de toda sensación de temor y preocupación. Al cantarle himnos, dejó de llorar. Comenzó a hablar de los patos y pronto tuvo ganas de ir a jugar.

No fue sino hasta más tarde que miré de cerca el rostro de Sam, porque le estaba lavando el cabello. No había ni rastro del golpe, sólo un pequeño rasguño, y no sentía dolor ni tenía sensible esa parte. Le conté a mi esposo lo ocurrido y ambos nos regocijamos por esta amorosa prueba del cuidado de Dios.

Un día, el año pasado, Sam mostró síntomas de varicela. Era una época en que todos estábamos muy ocupados, y admito que me sentí desalentada ante esta enfermedad. Me comuniqué con un practicista, quien acordó tratar a Sam por medio de la oración. Admirablemente, me sentí convencida de que Sam estaba rodeado por la ley del amor de Dios, y que esa ley lo eximía de perder cualquier cosa que fuera legítimamente suya. Los síntomas de la enfermedad desaparecieron sin causar dolor, y después de algo así como una semana se unió nuevamente a sus compañeros en la escuela.

Agradezco a Dios por estas hermosas curaciones y por tantas, tantas otras curaciones rápidas que nuestra familia ha tenido. Qué gozo es saber que nadie necesita sufrir dolor ni pesar; el Cristo nos guía siempre para liberarnos de ellos.


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