Cuando el abuelo contaba la historia del tambor todos, aun los miembros más rudos de la familia, se derretían como mantequilla.
Quizá era su manera de contar la historia, y el hecho de que él mismo era un hombre rudo. Entonces a la mitad de la historia, cuando sus labios temblaban y su voz se quebraba, uno sabía que estaba realmente conmovido; las lágrimas le resbalaban por el rostro, y probablemente todos los que lo escuchaban estaban llorando un poco también.
La historia era simple y probablemente nunca llegue a estar en los libros de historia. Se sitúa en la época de la Revolución Francesa en una de las ocasiones en que Napoleón Bonaparte dirigía sus ya exhaustas y hambrientas tropas hacia una batalla crucial. En aquellos días, era costumbre que un niño con su tambor acompañara al general, y por medio de los sonidos que emitía con su tambor, comunicara las órdenes del general a las tropas. Cierta clase de sonido significaba “a la carga” y otro significaba “retrocedan”.
El caso es que esta batalla había ido de mal en peor para el ejército de Napoleón. Finalmente, Napoleón, quien había perdido toda esperanza de ganar la batalla, ordenó al niño del tambor que tocara lo que indicaría a sus tropas “retroceder”.
No obstante, el niño continuó tocando “a la carga”. Napoleón gritó: “¡Dije que les indicaras que retrocedieran!”
Entonces el niño continuó tocando “a la carga”. Furioso, Napoleón le gritó: ¿Quieres que te atraviese con la espada? Por última vez, te ordeno que les indiques que “retrocedan”.
“Señor”, le dijo el niño, “en la escuela de música no me enseñaron a tocar 'retrocedan'”, pero puedo tocar 'a la carga’. Y si usted me lo permite, tocaré 'a la carga' de una manera que haga que sus hombres se levanten y peleen otra vez. Llenaré sus corazones de valor, y ¡ganarán esta batalla para usted!”
Entonces, Napoleón recordó que los momentos de mayor lucha y abatimiento en su vida habían revelado lo mejor de él. “Está bien”, le dijo al niño del tambor, toca '¡a la carga!’ En una hora, el ejército de Napoleón ganó la batalla.
Me he dado cuenta de que algunas veces las curaciones de enfermedades que han durado largo tiempo se logran como se ganó esa batalla napoleónica: con persistente valor. Y, ¿de dónde podemos obtener dicho valor? De Dios. Al menos así fue como me ocurrió a mí.
Toda mi vida había tenido buena salud, hasta que hace diez años tuve un problema físico. Sufría de mucho dolor interno y debilidad, y llegué al punto de estar completamente discapacitada y necesitaba los cuidados de una enfermera las veinticuatro horas del día.
Ante esta situación, mi familia se comportó maravillosamente conmigo. Mi hijo, por ejemplo, dejó la universidad por cinco meses para cuidarme.
Puesto que yo había sido estudiante de la Ciencia Cristiana toda mi vida, hice lo que naturalmente siempre había hecho, y que nunca me había fallado: oré. Gracias a la oración, las cosas mejoraron un poco y pude salir de mi casa algunas veces. Sin embargo, al cabo de un tiempo, el dolor y la debilidad se manifestaron aun más fuertes que antes. Hubo ocasiones en que me preguntaba si estaría viva al final del día. Me aterrorizaba estar sola, aunque fuera por unos segundos.
En ese momento, comprendí que debía eliminar esos pensamientos negativos, si quería salir adelante y sanar. Pensamientos que me decían que no iba a lograr la curación.
Para mí la única manera de controlar el miedo y la desesperación, era mantener mis pensamientos fijos en Dios. Cuando lo hacía me sentía segura.
Tal vez porque el conocer a Dios es vida. Como Jesús dijo una vez: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”. Juan 17:3. Entonces, si llenamos cada momento, cada día de nuestra vida, con los pensamientos que provienen de Dios, encontramos una continuidad y seguridad en nuestra vida.
Pensé en Dios constantemente. Pensé en Dios de la manera que la Sra. Eddy Lo describe en Ciencia y Salud: “Dios es Mente, Espíritu, Alma, Principio, Vida, Verdad, Amor, incorpóreos, divinos, supremos, infinitos”.Ciencia y Salud, pág. 465.
Algunas veces oraba y pensaba en el Amor, el inmenso Amor que tiene Dios por cada uno de Sus hijos, y lo que eso significaba para mí. Quería decir que Sus brazos me rodeaban; que Él nunca dejaría que algo malo me sucediera porque la Biblia dice que todos somos la imagen y semejanza del Amor.
También pensé mucho en que Dios es Espíritu. Razoné que puesto que soy la semejanza de Dios, tengo que ser espiritual. Comprendí que tenía que ser mucho más que el incómodo cuerpo material que parecía ser.
A medida que razonaba de este modo, los pensamientos de temor, enfermedad y desesperación, desaparecieron gradualmente. Fue como poner un vaso lleno de agua sucia debajo de una llave de agua derramando agua cristalina y pura en él. Al cabo de un momento, el vaso contenía únicamente agua limpia.
Derramar el agua fresca del amor, la verdad y la bondad de Dios, gradualmente eliminó todos mis pensamientos oscuros. Me volví menos consciente de mi cuerpo material y más consciente del Espíritu. Pude ver la realidad de la creación espiritual de Dios que siempre se encuentra en perfecto orden. Me di cuenta de que esta realidad, era también mi realidad, y percibí la irrealidad del doloroso y desordenado mecanismo que yo parecía ser.
Sin embargo, algunos de mis familiares más cercanos, no percibían aún esta realidad. Estaban terriblemente preocupados por mí, y no lograban comprender porqué no pedía un diagnóstico médico. Uno de estos familiares era mi abuelo.
Entonces, una noche, otro familiar se sentó al lado de mi cama, y me dijo que quería leerme una oración del libro Ciencia y Salud, y que esta oración probaría el hecho de que debía obtener un diagnóstico médico. “Para curar por medio de argumentos, determinad la clase de la dolencia, averiguad su nombre y dirigid vuestros argumentos mentales en contra de lo corpóreo”.Ibid., pág. 412.
Francamente, no supe qué contestar, así que me limité a orar. Repentinamente, a la mitad de la noche, me desperté con una clara respuesta en mi pensamiento. “Yo sé su nombre”, pensé, “¡de hecho, su nombre es nada!” Si Dios es Todo, el bien total, ¡no puede existir nada más! Me sentí profundamente satisfecha con esta respuesta, y supe que mi familia también se sentiría de la misma manera.
Después de esa noche, algo muy curioso ocurrió: nadie de mi familia volvió a mencionar la idea de un diagnóstico médico. Fue como si todo el asunto necesitara ser resuelto en mi pensamiento y una vez que lo hice, dejó de ser un problema.
Hubo muchos otros momentos decisivos durante mi curación, como cuando dejé de contar cuántos meses había estado enferma y comencé a reconocer que yo vivía en la Vida eterna de Dios y no en períodos mortales de tiempo. Comprendí que lo importante no era por cuánto tiempo había estado enferma sino lo que estaba aprendiendo acerca de la ilimitada Vida divina.
Otro punto decisivo en mi curación fue el día en que le prometí a Dios dedicar el resto de mi vida a ayudar a otras personas a aprender acerca de Él y a ser sanadas, si yo me sanaba. Momentos después de tomar esta decisión, comprendí que mi promesa no era muy buena pues estaba demorando el amor que yo podía dar y recibir. De manera que decidí comenzar mi carrera como sanadora en ese preciso momento.
Mi curación completa se produjo día a día. Cuanto más ayudaba a otras personas a través de la oración, más se fortalecía mi propia curación. Al cabo de un año hacía caminatas, escalaba abruptas colinas, y podía realizar mis actividades habituales, y lo sigo haciendo. En muchas maneras me he convertido en una nueva persona, y me encuentro más feliz y en paz que nunca.
Al ver estos resultados, mi abuelo se puso muy contento pues, en cierto sentido, confirmaron su fe natural en Dios. Aunque a mí siempre me había gustado la historia del niño del tambor, ahora tuvo un nuevo significado para mí, y creo que también para él.