Hace más o menos un año y medio, un amigo nos invitó a mi hermano y a mí a pasar las vacaciones de invierno en Les Diablerets, en los Alpes Suizos. Estaba muy contenta porque iba a aprender a hacer snowboarding. Mis padres iban a pagar para que me dieran lecciones por una semana.
El primer día fue terrible. Tan pronto me ponía de pie en el board, me caía sentada o de rodillas. El segundo día progresé un poco. Aunque me caía con frecuencia no me sentía desanimada. Pero tenía enormes manchas moradas por todas partes de los golpes que había recibido, Dolían tanto que ni me podía sentar.
Nunca había orado tanto en una semana. Me aferré firmemente a algunas ideas que me venían a mí y al amigo que nos había invitado. Por ejemplo, la idea de que sólo me podía caer en los brazos amorosos de Dios y, por lo tanto, no me podía lastimar. En una ocasión, cuando me resultó difícil subir la cuesta en la aerosilla con los esquíes, pensé que ascendía con Dios. Yo sabía que Él estaba conmigo.
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