Hasta llegar a octavo o noveno grado, los niños no me interesaban. Fue entonces que mi prima tuvo un bebé. De pronto, cuidar niños fue lo que más me gustaba hacer. Empecé a cuidar chicos para distintas familias del vecindario. Me ayudó mucho saber que podía orar cuando había situaciones difíciles, y que no debía sentirme impotente cuando se trataba de niños pequeños. La oración me ha ayudado a cuidarlos mejor, a ser más paciente, y a ser más amable y tranquila en mi trato con ellos.
En una ocasión un niñito al que estaba cuidando se mojó todo mientras jugaba. Pero no quería quitarse los pantalones mojados. Yo no quise forzarlo. Pensé que el uso de la fuerza no tenía nada que ver con Dios. De manera que hablé con mucha tranquilidad con él, y al mismo tiempo oré. Traté de verlo como Dios lo ve. Yo sabía que era el hijo amado de Dios, no un niñito rebelde. Tuve que tener mucha paciencia. Pero finalmente, me permitió quitarle los pantalones mojados y ponerle unos secos. No es que cedió porque era el más débil; lo hizo porque quiso hacerlo. Y los dos nos sentimos felices.
En otra ocasión, ayudé a una familia con sus tres niños pequeños. Dos eran bebés mellizos, y el tercero era una beba un poquito más grande. La madre tenía muy bien organizado el almuerzo. La más grande se sentaba en su sillita alta y comía sola. Lo único que yo tenía que hacer era hablar con ella. Mientras tanto, yo me sentaba en el suelo y les daba el biberón a los dos bebés al mismo tiempo. (Los mellizos eran demasiado pequeños para sostener el biberón.) No me podía dar el lujo de que nada saliera mal. A los bebés no les gustaba que les sacaran su biberón.
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