El año pasado acepté un puesto como profesora adjunta en una universidad de Nueva York. Enseñaba dos cursos de redacción por las mañanas y hacía trabajos de oficina entre las clases. Por lo menos seis instructores compartían las oficinas del departamento. Yo compartía la mía con un colega y nuestros horarios coincidían. Era un instructor nuevo que daba clases, mientras terminaba su carrera.
En aquella época, no me sentía preparada para ser profesora. Tenía, y sigo teniendo, casi la misma edad que mis alumnos. Yo bromeaba con mis amigos diciéndoles que la verdad es que nunca había enseñado más que natación a chicos de doce años.
Oraba todos los días, tratando de comprender que Dios es la fuente de mi inteligencia. También trataba de comprender que mis alumnos, como hijos de Dios, tienen acceso a toda la creatividad y comprensión de esta inteligencia universal. Asimismo recurría a Dios en busca de inspiración y guía para preparar las lecciones, para poner las calificaciones y para mantenerme serena en la clase.
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