Un Sábado por la tarde, hace muchos años, cuando ya terminaban las vacaciones de verano, nuestros hijos estaban nadando en la piscina. Nuestra hija mayor, Kay, que tendría unos ocho años, terminó de nadar y salió corriendo para recoger una toalla del tendedero. Mi esposo había estacionado un pequeño remolque debajo del tendedero para no ponerlo en la entrada de la casa. En lugar de recorrer la cuerda para poder alcanzar la toalla, Kay se subió por un lado del remolque. Pero perdió el equilibrio y se cayó pesadamente sobre los ladrillos que había abajo, golpéandose un brazo. Ella se levantó afligida porque no podía mover el brazo.
La pusimos lo más cómoda posible, y tratamos de comunicarnos con una practicista de la Christian Science, sin éxito. Entonces, decidimos llevarla a un hospital cercano. Allí le sacaron rayos X del brazo, y nos informaron que tenía el brazo quebrado en dos lugares, entre la muñeca y el codo. Nos dijeron que tendría que quedarse a pasar la noche porque por la mañana la operarían para colocarle un clavo de acero. El médico insistió mucho en que sin ese procedimiento el brazo no podría sanar debidamente. Ante la insistencia, sintiéndonos bastante incómodos con la decisión, dejamos a nuestra hija para que la prepararan para la operación a la mañana siguiente.
Después de irse a acostar, mi esposo de pronto se despertó, como si hubieran encendido una luz, y me dijo que estaba seguro de que Kay no debía estar en el hospital. Llamó al hospital, y les dijo que había decidido traer a su hija a casa sin que le hicieran la operación, y les pidió que alertaran a los médicos a cargo de su decisión.
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