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“INSISTÍA EN QUE IBA A SUICIDARSE”

Del número de septiembre de 2002 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


La semana pasada fui a cenar con una amiga que conozco desde la escuela primaria. Ella recién había regresado de un viaje a Londres y me estuvo contando acerca de todos los viajes que planeaba hacer.

Me sentí muy feliz de oírla hablar de esa manera porque su vida no siempre había sido tan dichosa, especialmente cuando estaba por terminar el bachillerato. En esa época, a menudo venía a verme cuando estaba deprimida y yo trataba de animarla.

Ella era la mayor de seis hermanos y estaba a cargo de todo, desde llevarlos a la escuela hasta cocinar para ellos. También se ocupaba de hacer los trámites de la familia ya que sus padres eran inmigrantes camboyanos y hablaban muy poco francés. Su labor escolar pasaba siempre a segundo plano. Además de todo esto, su padre le pegaba, su novio la había dejado y tenía graves problemas con las pandillas del vecindario.

Parecía que yo era la única amiga en la que confiaba lo suficiente como para contarle sus problemas.

Recuerdo especialmente la noche que me llamó, justo antes de que me fuera de vacaciones. Estaba llorando y me resultó difícil tranquilizarla. Decía una y otra vez que iba a suicidarse y que no existía otra solución para sus dificultades. Quedé aterrorizada. Yo tenía 14 años y llevaba una vida libre de preocupaciones. Me imaginé que cualquier cosa que dijera iba a sonar vacía frente a todo lo que ella estaba enfrentando, pero sentí como si su vida dependiera de lo que yo le fuera a decir.

Así que, a medida que hablaba, le pedía a Dios que me diera las palabras adecuadas y las ideas que pudieran ayudarla. Quería que ella sintiera que estaba rodeada del amor de Dios y que no estaba desamparada. Hablamos por teléfono durante dos horas. Cuando terminamos de hablar, ella estaba mucho más calmada.

Al otro día me fui de vacaciones, preocupada por dejarla sola, así que cada vez que sentía temor, oraba para saber que yo no era su única ayuda. Dios lo era. Ella no estaba abandonada. Mi amiga, quien siempre estaba haciéndole bien a su familia, no podía ser privada de sentir el amor de Dios.

Mucho después, me dijo que antes de eso ya había tratado de suicidarse inyectándose una sobredosis de sedantes. Me contó que esa noche lo habría intentado nuevamente si yo no la hubiera ayudado. Durante los meses siguientes, me agradeció repetidas veces por haberlo hecho. Ya han pasado diez años desde que sucedió esto y ella continúa siendo una de mis mejores amigas.


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