Por la casa donde vivía mi abuela, en un vecindario lejos del ruido de la ciudad, con calles de empedrado parejo y limpio y un árbol enfrente de cada casa, todos los días solía pasar el panadero. Venía en un camión cerrado y blanco cuya caja se abría en la parte de atrás con dos grandes puertas. Cuando llegaba, se paraba en una esquina y tocaba la bocina para que todos los vecinos salieran. Y era un sonido muy peculiar el de esa bocina, para poder distinguirla de los demás automóviles. Todos los vecinos la reconocían.
Ni bien ésta sonaba mi abuela me mandaba con una bolsita en una mano y el dinero en la otra, y el panadero levantaba esa puerta y allí aparecían los panes. Aún no he olvidado el dulce aroma a pan recién horneado que salía del camión y que nos envolvía a los que esperábamos ser atentidos. Allí estaban todos los panes, ordenados en diferentes cestos: pan francés, pan negro, pan lactal, miñones (que eran pancitos del tamaño del puño de un niño) y otros más.
Hoy, cuando pienso en el alimento espiritual que Dios nos da, me trae a la memoria ese pan fresco. Ese "pan nuestro de cada día", esas mismas ideas y poder que Él imparte con Su sabiduría y amor, lo ponemos sobre nuestra mesa para compartirlo con los que tenemos cerca. El Amor divino todos los días nos trae ideas nuevas para que nos inspiren y sostengan a todos.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!