Un domingo iba paseando por el parque con Daniel, mi hijo, que en ese entonces tenía 3 años de edad. Él iba muy feliz corriendo y llevando en sus manos algunos juguetes, cuando de repente tropezó y se cayó. El golpe fue muy duro, especialmente en la nariz la frente.
Comí esas frutas y no me hicieron daño.
El niño comenzó a llorar y se alarmó al ver sangre. De inmediato, yo también me atemoricé y pensé que lesión era bastante grave. Lo ayudé a incorporarse y lo abracé al tiempo que mentalmente me negué con firmeza a ver a mi hijo lesionado. En vez de eso, traté de percibir que su verdadero ser era espiritual; que reflejaba la vida, la perfección y la alegría de Dios; y que por ser una idea espiritual no podía ser tocado por ningún accidente. Percibí que Daniel era gobernado y dirigido solamente por Dios.
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