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Niño sana de una lesión en la cara

Del número de mayo de 2005 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Un domingo iba paseando por el parque con Daniel, mi hijo, que en ese entonces tenía 3 años de edad. Él iba muy feliz corriendo y llevando en sus manos algunos juguetes, cuando de repente tropezó y se cayó. El golpe fue muy duro, especialmente en la nariz la frente.

Comí esas frutas y no me hicieron daño.

El niño comenzó a llorar y se alarmó al ver sangre. De inmediato, yo también me atemoricé y pensé que lesión era bastante grave. Lo ayudé a incorporarse y lo abracé al tiempo que mentalmente me negué con firmeza a ver a mi hijo lesionado. En vez de eso, traté de percibir que su verdadero ser era espiritual; que reflejaba la vida, la perfección y la alegría de Dios; y que por ser una idea espiritual no podía ser tocado por ningún accidente. Percibí que Daniel era gobernado y dirigido solamente por Dios.

Cuando lo levanté, vimos un pajarito, el cual nos entretuvo con su gracia y hermosura. De pronto, el temor que yo había sentido desapareció y me sentí muy tranquila. Daniel también se sintió contento y con deseos de seguir jugando. Yo continué orando con las mismas ideas, al tiempo que agradecía a Dios por ese amor infinito que nos permite disfrutar de vida y alegría plenas.

El niño dejó de llorar, la amenaza del sangrado cesó, el dolor y la hinchazón desaparecieron casi instantáneamente, y sólo quedo un pequeño raspón que desapareció en unos pocos días sin dejar huella.

De esta experiencia aprendí que el valor que uno le da a las situaciones que se nos presentan a diario, depende de la calidad de nuestros pensamientos, y no de los hechos que aparecen ante nuestros sentidos. Si en mi pensamiento sólo doy acogida a Dios, el bien, me puedo sentir muy segura ante circunstancias de peligro o accidente.

Siempre que pongo mis pensamientos en sintonía con el bien, tengo la certeza de que no hay nada que me pueda separar del amor de Dios, y cualquier sombra de temor y sus efectos se disuelven.


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