Un domingo iba paseando por el parque con Daniel, mi hijo, que en ese entonces tenía 3 años de edad. Él iba muy feliz corriendo y llevando en sus manos algunos juguetes, cuando de repente tropezó y se cayó. El golpe fue muy duro, especialmente en la nariz la frente.
Comí esas frutas y no me hicieron daño.
El niño comenzó a llorar y se alarmó al ver sangre. De inmediato, yo también me atemoricé y pensé que lesión era bastante grave. Lo ayudé a incorporarse y lo abracé al tiempo que mentalmente me negué con firmeza a ver a mi hijo lesionado. En vez de eso, traté de percibir que su verdadero ser era espiritual; que reflejaba la vida, la perfección y la alegría de Dios; y que por ser una idea espiritual no podía ser tocado por ningún accidente. Percibí que Daniel era gobernado y dirigido solamente por Dios.
Cuando lo levanté, vimos un pajarito, el cual nos entretuvo con su gracia y hermosura. De pronto, el temor que yo había sentido desapareció y me sentí muy tranquila. Daniel también se sintió contento y con deseos de seguir jugando. Yo continué orando con las mismas ideas, al tiempo que agradecía a Dios por ese amor infinito que nos permite disfrutar de vida y alegría plenas.
El niño dejó de llorar, la amenaza del sangrado cesó, el dolor y la hinchazón desaparecieron casi instantáneamente, y sólo quedo un pequeño raspón que desapareció en unos pocos días sin dejar huella.
De esta experiencia aprendí que el valor que uno le da a las situaciones que se nos presentan a diario, depende de la calidad de nuestros pensamientos, y no de los hechos que aparecen ante nuestros sentidos. Si en mi pensamiento sólo doy acogida a Dios, el bien, me puedo sentir muy segura ante circunstancias de peligro o accidente.
Siempre que pongo mis pensamientos en sintonía con el bien, tengo la certeza de que no hay nada que me pueda separar del amor de Dios, y cualquier sombra de temor y sus efectos se disuelven.
Bogotá, Colombia
