En el ayer cuando corrían mis años juveniles, en grupo de amigos íbamos de paseo a una finca cafetera, en un lugar hermoso de mi región. El programa incluía jornadas a caballo, baño en el río, cantar y declamar bajo el alero de la casa campesina, acompañados por la débil iluminación de escasas luces mortecinas. Era un contacto con la naturaleza que plasmó en mi mente imágenes bellas e imborrables. La más impactante de todas, las noches de un oscuro intenso con pequeñísimos luceros salpicando el firmamento, y los amaneceres escuchando el trinar de las mirlas y el sonido de campanas convocando a la oración desde la iglesia del pueblo.
¡Qué espectáculo aquel! Cuando lo más denso y mudo de la oscuridad era penetrado por la luz del amanecer, al parecer lentamente, pero irresistible y sin retroceso, para mostrar la esplendidez de una mañana plena de montañas, flores y verdor.
Hoy, cuando las sombras de conflictos entre naciones y desastres ecológicos parece que no acabaran, la luz poderosa e irrefrenable del Cristo — esa Verdad que irrumpe en los pensamientos de los hombres como alborada de esperanza, amor y paz — nos une, libera y sana. Trae el viento fresco de la presencia de Dios, a consolar todo corazón y a hacer concreta en todas partes Su tierna promesa: “Más bella que el alba en esa hora, surge gloriosa voz: Contigo estoy”. Frase del poema No 317 del Himnario de la Christian Science.
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