Hace un tiempo, al año de haberme jubilado, comencé a vivir un desorden mental que me llevaba a hacer cosas que no deseaba hacer. Este estado me impedía desarrollar cualquier actividad mental, aun el más simple esfuerzo intelectual. Era como una influencia contraria al bien, que me impulsaba con agresividad a aceptar el mal.
Comenzó de repente; escuchaba como una voz que me daba órdenes, y continuaba todo el tiempo. No podía comer ni disfrutar de un atardecer. Este estado mental me confundía y me dirigía en direcciones equivocadas como, por ejemplo, a realizar operaciones numéricas sin sentido o buscar datos de personas que no eran de mi interés. Y aun antes de haber concluido estas tareas me sentía llevada a comenzar otra, como si esta ocupación no tuviera fin.
Todo esto me hacía sentir esclavizada, dominada por pensamientos que sabía que no eran míos.
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