El trabajo era mi vida. Durante años creí que si trabajaba realmente duro, tendría todo lo que había soñado, incluso todas las cosas que pudiera desear. Mi trabajo era muy estresante, y a menudo durante varias semanas tenía que trabajar por largas horas sin descanso. Pero el esfuerzo dio resultado; Ilegué a la cima de mi carrera, y parecía que había obtenido todo lo que quería. Tenía una hermosa casa y todo lo necesario para una vida perfecta.
Hasta que una noche, hace cuatro años, me desperté muy sin poder mover el brazo ni la pierna izquierdos. Atemorizado y confundido, me llevaron de inmediato a la sala de emergencias de un hospital donde los médicos me dijeron que había sufrido un severo ataque de apoplejia. No lo podía creer. Esto no se suponía que debía pasar a mi edad. Pero los médicos me explicaron que factores hereditarios, aunados al tremendo estrés creado por mi trabajo, eran las causas principales.
Después de estar un mes en el hospital, sometido a una intensa terapia de medicamentos y de rehabilitación, me dijeron que había sufrido un daño permanente en el cerebro. Como resultado, el lado izquierdo de mi cuerpo estaba completamente paralizado. También me resultaba difícil entender y comunicarme con los demás. No podía comprender ni siquiera las palabras escritas más simples. Mi disposición mental se había reducido considerablemente, y sufría de repentinos e incontrolables ataques de epilepsia. Me dieron de alta en el hospital y regresé a casa en una silla de ruedas, dependiendo por completo de otras personas para los cuidados diarios más elementales.
Durante dos años después del ataque, regresé al hospital tres veces a la semana para recibir terapia física, ocupacional y del lenguaje. Me esforzaba mucho y progresaba muy poco. Lentamente comencé a perder la esperanza de recobrar algún día la energía y a ser tan activo como antes. Finalmente, los médicos y los terapeutas de rehabilitación me dijeron que habían hecho todo lo humanamente posible por mí, y que ya no recibiría ningún beneficio del tratamiento médico. Me extendieron un certificado diciendo que estaba total y permanentemente discapacitado.
Me hundí en una profunda depresión. Debido a mis limitaciones físicas, mi vida parecía reducida a poco más que ver televisión. ¿Por qué había ocurrido esto?, me pregunté. ¿Acaso he hecho algo malo? ¿Es ésta la voluntad de Dios? Nadie parecía tener respuestas a estos interrogantes. Pasaba la mayor parte del tiempo teniendo lástima de mí mismo.
Una tarde, me Ilamó la atención algo que vi en un estante arriba del televisor. No sabía muy bien qué era, pero no podía apartar los ojos. Resultó ser un libro que me habían regalado hacía más de 25 años, pero que había permanecido allí, sin abrir y olvidado. El título del libro era Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, el cual comienza: “Para los que se apoyan en el infinito sostenedor, el día de hoy está lleno de bendiciones”. Ciencia y Salud, pág. vii. Cuando me leyeron esas palabras, sentí un repentino y abrumador sentido de esperanza. Aunque yo no lo sabía, acababa de empezar mi jornada de progreso espiritual, con esa simple declaración y su promesa.
Varios días después abrí el libro y mis ojos se posaron en un pasaje. “Las relaciones entre Dios y el hombre, el Principio divino y la idea divina, son indestructibles en la Ciencia; y la Ciencia no conoce ningún alejamiento de la armonía ni retorno a ella, sino mantiene que el orden divino o ley espiritual, en que Dios y todo lo que es creado por Él son perfectos y eternos, ha permanecido inalterado en su historia eterna”. ibíd., págs. 470-71. Allí me detuve y me di cuenta de que no sólo estaba leyendo por primera vez en dos años, sino que comprendía el significado espiritual de esa declaración. Percibí que en el orden divino del universo, todas las ideas de Dios, y eso me incluía a mí, Lo reflejan por siempre. De modo que a menos que la naturaleza de Dios hubiese cambiado, yo tampoco podía haber cambiado. ¿Acaso podía el reflejo de algo diferir por un momento de su fuente? Me di cuenta de que quizás lo que yo estaba viendo en un cuerpo discapacitado no era la verdad acerca de lo que estaba realmente ocurriendo, no era lo que Dios veía o sabía.
Empecé a estudiar Ciencia y Salud y leer la Biblia, todos los días. Muy pronto estos libros se transformaron en mis constantes compañeros y, por primera vez en dos años, empecé a sentir paz y esperanza. Una mañana abrí Ciencia y Salud en esta declaración: “Cuando la ilusión de enfermedad o de pecado os tiente, aferraos firmemente a Dios y Su idea. No permitáis que nada sino Su semejanza more en vuestro pensamiento. No consintáis que ni el temor ni la duda oscurezcan vuestro claro sentido y serena confianza, que el reconocimiento de la vida armoniosa — como lo es la Vida eternamente — puede destruir cualquier concepto doloroso o creencia acerca de lo que la Vida no es. Dejad que la Ciencia Cristiana, en vez del sentido corporal, apoye vuestra comprensión del ser, y esa comprensión sustituirá al error con la Verdad, reemplazará a la mortalidad con la inmortalidad y acallará a la discordancia con la armonía”. ibid., pág. 495.
Me embargó una sensación de paz y alegría como nunca había sentido. Había comenzado a percibir que cuando uno mira a través de la lente de una cámara y ve una imagen distorsionada, no trata de cambiar la imagen. Simplemente cambia el enfoque. Comprendí que había pasado varios años tratando con desesperación de cambiar la imagen — el cuerpo — que estaba viendo. Ahora vi que lo que tenía que cambiar era mi enfoque. Concentrándome en la naturaleza de Dios vería la verdadera naturaleza de Su idea, expresada en completa libertad.
Mi derecho era ser libre de toda enfermedad.
Luego, esa misma tarde, sonó el teléfono. Debido a la parálisis me había acostumbrado a estirar el brazo derecho para contestar el teléfono, que estaba colocado en mi lado izquierdo. Pero en ese momento fue diferente. Levanté el brazo izquierdo y respondí el teléfono, de la manera que hacía antes de tener el ataque de apoplejía. Entonces supe, que esto era el resultado de un cambio, no en la “imagen”, sino en mi enfoque.
Una noche, ya era tarde, mi cuerpo comenzó a sacudirse como si estuviera a punto de tener un ataque de epilepsia. De inmediato abrí mi Biblia en el Salmo 46 y leí: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios.” Como estaba aprendiendo a hacer a través de mi estudio de Ciencia y Salud, oré para comprender el significado espiritual de esa declaración. Estad quietos y conoced que yo soy Dios. Estad quietos y sabed que yo soy. Estad quietos y sabed. Estad quietos. Estad. Me quedé quieto, entonces supe que lo único que ocurría en ese momento era que el Amor se estaba expresando. Sólo tenía que ser la expresión del Amor. Yo no necesitaba hacer nada. En ese instante sané de los ataques de epilepsia de manera permanente.
Durante los siguientes meses, la inspiración que estaba obteniendo del estudio de estos dos libros comenzó a transformar mi manera de pensar. La depresión que había sentido durante tanto tiempo se transformó en alegría. Me sentí seguro en los brazos de mi Padre-Madre Amor. Estaba comprendiendo que toda causa y efecto pertenecen a Dios, el bien eterno. Descubrí que puesto que Dios, o Alma, es infinito, la expresión del Alma — o sea, cada uno de nosotros– no podía estar limitada. Por primera vez en mi vida, estaba percibiendo que como hijo de Dios — el hijo del Espíritu — no estaba sometido a las llamadas leyes de la herencia.
Una mañana sentí aún más libertad cuando leí en Ciencia y Salud lo siguiente: “Ciudadanos del mundo, ¡aceptad la 'libertad gloriosa de los hijos de Dios' y sed libres! Ése es vuestro derecho divino. La ilusión de los sentidos materiales, y no la ley divina, os ha atado, ha enredado vuestros miembros libres, paralizado vuestras capacidades, debilitado vuestro cuerpo y desfigurado la tabla de vuestra existencia”, ibíd., pág. 227. Empecé a llorar de alegría. La frase “ilusión de los sentidos materiales” resonaba en mi pensamiento. Yo sabía que las ilusiones no son reales. Sólo lo parecen. De modo que ¿cómo podia estar atado por una de ellas? Me di cuenta de que había estado creyendo algo acerca de mí mismo que no era verdad, o sea, veía el llamado efecto sin la causa divina. Pero mi derecho era ser libre. Me levanté de mi silla, sin ayuda, y di mis primeros pasos solo.
El niño tomó la decisión de ser un pacificador.
A partir de entonces, viví con esta idea en cada momento del día, y la apliqué a cada creencia de limitación. Descubrí por qué el sistema de curación que explica Ciencia y Salud se llama Christian Science — porque se trata de algo práctico que se puede probar, como las matemáticas. Cuando uno aplica los principios de las matemáticas a un problema, encuentra la solución. Esto es exactamente lo que estaba ocurriendo a medida que aplicaba los hechos espirituales que estaba aprendiendo ante cada desafío que encontraba. Las soluciones estaban allí, esperando a que yo las viera. Y una y otra vez lo fui haciendo.
Ya ha pasado más de un año y medio desde que abrí el preciado libro que estaba en mi estante, un libro que me lanzó en el viaje más importante de mi vida, un viaje de descubrimiento espiritual. Comprender la naturaleza de Dios y mi relación con Él transformó, y continúa transformando, mi vida. Hoy, estoy completamente sano y libre de toda limitación.
He comprendido que cada uno de nosotros sólo puede ser quien realmente es, lo que Dios nos hizo: la idea perfecta de la Mente, "la misma ayer, y hoy, y por los siglos". Véase Hebreos 13:8.