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Del número de julio de 2010 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace un año y medio que estudio la Ciencia Cristiana y desde entonces he podido comprobar la verdad irrefutable de sus enseñanzas practicándolas en mi vida. Por aquel entonces, había sido operada de los ojos, y me dieron ciertas recomendaciones que debía observar por unos tres meses. Un día saliendo del colegio, compré una empanada y al oprimir el envase de la salsa de ají el contenido me salpicó los ojos. De inmediato recordé lo que estaba estudiando en el libro Ciencia y Salud, recién adquirido. En ese instante proclamé que el Amor divino estaba allí mismo y que la materia no tenía inteligencia para dañarme. Como resultado no experimenté ni el más leve ardor.

En otra ocasión tuve una afección muy dolorosa conocida como herpes zoster. Cuando me puse a orar para contrarrestar ese mal, pensé en la Declaración Científica del Ser, que está en Ciencia y Salud, y que comienza diciendo: "No hay vida, verdad, inteligencia ni sustancia en la materia. Todo es Mente infinita y su manifestación infinita, porque Dios es Todo-en-todo" (Ibíd., pág. 468). El Padre Nuestro también me ayudó en las dos semanas que pasé por esto. En mi lugar de trabajo me instaban a visitar al médico y hacían toda clase de profecías desalentadoras. Incluso quisieron ver la parte afectada, pero me negué a hacerlo. Una noche en que estaba en lo más álgido de la situación, cuando el dolor casi me lleva a la tentación de medicarme, tomé la Biblia y la abrí en el libro de Job 19:26, donde dice: "En mi carne he de ver a Dios". Sentí que Dios me hablaba. Cerré el libro y volví a acostarme con la seguridad de que todo estaba en manos del Amor divino. El dolor fue menguando hasta desaparecer totalmente. Y cuando volví al trabajo mis compañeras se quedaron admiradas de mi sanidad.

En otro momento, mi pequeño hijo de casi tres años sufrió una caída. Estaba muy pálido y parecía que iba a perder el sentido. El primer impulso fue llevarlo al policlínico que queda a pocas cuadras de mi casa, pero mientras subía las escaleras en busca de un abrigo, tomé la determinación de llamar a una practicista de la Ciencia Cristiana para pedirle oración por el niño. Ella afirmó que mi hijo nunca había salido de los brazos del Padre, Dios; que se hallaba a salvo bajo Su cuidado, y que en Dios no hay accidentes. No hablamos más de tres minutos cuando el niño estaba ya perfectamente bien y entró a la sala a jugar.

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