Cubriéndome con todas las prendas que había traído, salí al aire helado de la noche. Miré el cielo estrellado y me pregunté por qué me sentía tan aislado. Adentro, en las austeras barracas donde se hospedaba nuestro grupo, reinaba una atmósfera llena de gritos, alboroto y bebidas alcohólicas. Al cabo de un rato de haber tratado de participar con mis compañeros de viaje en estos festejos, que se habían centrado en la bebida, me dije: "Basta, ya fue suficiente".
Hacía poco que había terminado un trabajo de varios meses enseñando inglés en una organización sin fines de lucro al este de Bolivia. Aprovechando mis seis días de vacaciones, había cruzado el país para visitar el Salar de Uyuni. Este salar es el más grande del mundo, ocupa todo el extremo sudoeste de Bolivia, y es un lugar increíblemente hermoso que se parece más a Marte que a la Tierra.
Después de tres días llenos de aventuras en nuestra escarpada excursión en jeep, había llegado la última noche del viaje, y nuestro grupo fue agasajado con un plato de espaguetis y todo tipo de vinos y bebidas alcohólicas. Era hora de "celebrar" nuestra última noche, pero yo me sentía fuera de lugar, pues, la celebración se transformó casi en una competencia para ver quién bebía más alcohol. Mis amigos me ofrecieron varios tragos que me negué aceptar. Se acercaban con el conocido comentario: "Una o dos no te hacen nada, ¿qué te puede pasar?"
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