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actualidad latina

Siempre alerta y vigilante

Del número de julio de 2010 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cubriéndome con todas las prendas que había traído, salí al aire helado de la noche. Miré el cielo estrellado y me pregunté por qué me sentía tan aislado. Adentro, en las austeras barracas donde se hospedaba nuestro grupo, reinaba una atmósfera llena de gritos, alboroto y bebidas alcohólicas. Al cabo de un rato de haber tratado de participar con mis compañeros de viaje en estos festejos, que se habían centrado en la bebida, me dije: "Basta, ya fue suficiente".

Hacía poco que había terminado un trabajo de varios meses enseñando inglés en una organización sin fines de lucro al este de Bolivia. Aprovechando mis seis días de vacaciones, había cruzado el país para visitar el Salar de Uyuni. Este salar es el más grande del mundo, ocupa todo el extremo sudoeste de Bolivia, y es un lugar increíblemente hermoso que se parece más a Marte que a la Tierra.

Después de tres días llenos de aventuras en nuestra escarpada excursión en jeep, había llegado la última noche del viaje, y nuestro grupo fue agasajado con un plato de espaguetis y todo tipo de vinos y bebidas alcohólicas. Era hora de "celebrar" nuestra última noche, pero yo me sentía fuera de lugar, pues, la celebración se transformó casi en una competencia para ver quién bebía más alcohol. Mis amigos me ofrecieron varios tragos que me negué aceptar. Se acercaban con el conocido comentario: "Una o dos no te hacen nada, ¿qué te puede pasar?"

Las barracas eran tan pequeñas y el volumen de la música tan alto, que recluirme en mi cuarto en busca de tranquilidad resultaba imposible. Decidí salir y aventurarme en ese frío penetrante que invade los salares tan pronto se pone el sol allí, a 4.000 metros (12.000 pies) de altura.

Me sentía un poco desanimado. Pensé: "¿Por qué 'pasar un buen rato' siempre parece incluir bebidas alcohólicas? ¿Por qué me siento tan incómodo y no puedo pasar un buen momento con ellos?" Había sentido la necesidad de apartarme de esa atmósfera, y me sentía separado de la "fiesta" que todos los demás estaban celebrando. Entonces me vino este pasaje de Ciencia y Salud: "El malestar bajo el error es preferible al bienestar". Ciencia y Salud, pág. 101. Al principio no me gustó este pensamiento. Dentro de mí exclamé: "¡Quién quiere sentirse incómodo! ¡Por qué voy a querer estar solo aquí afuera con 7°C bajo cero de temperatura (20 °F), en lugar de estar contento participando de la fiesta!"

Parecía que por ser Científico Cristiano estaba privado de poder pasar un buen momento con los demás. Sin embargo, a medida que continué reflexionando sobre esto, pensé cuánto necesitamos estar "alertas, sobrios y vigilantes",  Véase ibíd, pág. 324. y que al tomar bebidas alcohólicas o drogas abandonamos nuestro puesto de vigilancia y ya no podemos reaccionar con prontitud. Vi que estas ideas eran la verdad, no obstante, anhelaba recibir una señal. No me sentía tentado a beber, pero deseaba ver alguna prueba que confirmara que estaba haciendo lo correcto al mantenerme alerta y vigilante.

Después de caminar por una hora, me retiré a mi dormitorio, me puse tapones en los oídos para acallar la música estridente, y me dormí. Al día siguiente, me desperté aferrándome al hecho de que el abstenerme de beber no me hacía más débil, sino más fuerte, y que Dios de alguna manera me mostraría el beneficio de mantenerme sobrio y vigilante. A las seis de la mañana los grupos cargaron sus equipos en los jeeps y para las seis y media los vapuleados Toyota Land Rovers con tracción en las cuatro ruedas, estaban de nuevo en la brutal carretera.

Me tocaba el turno de sentarme adelante, después de haberme sentado atrás tres días seguidos. Me dio gusto sentarme allí el último día porque tendríamos que manejar por lo menos doce horas y volver a cruzar todo el salar para regresar al pequeño pueblo de Uyuni. Al iniciar el viaje en la oscuridad del amanecer, noté que nuestro conductor estaba manejando más lentamente que de costumbre, y que cada tanto se desviaba un poco hacia un lado de la carretera. Me pareció extraño, pues durante los últimos tres días nos había guiado sin ningún esfuerzo a través de los terrenos extremadamente difíciles del salar. Me detuve a escuchar a Dios en busca de guía. Después de comprobar que esta manera errática de conducir continuaba, pensé que el chofer debía haber participado en las celebraciones de la noche anterior, y parecía estar todavía ebrio.

Como yo era el único en el vehículo que hablaba bien español, le pedí que se detuviera para poder hablar con él, y, gracias a Dios, así lo hizo. Miré al joven conductor, a quien había llegado a conocer muy bien en los últimos días, y le pregunté si había bebido esa noche. Me contestó que había bebido un poco, pero por la mirada vidriosa y el aliento de alcohol me di cuenta de que había bebido mucho más. Le pedí las llaves del jeep, y se negó aduciendo que podía conducir y que perdería su trabajo si dejaba que un turista condujera. Le seguí hablando y como sabía que era padre de dos hijos le pregunté si pondría alguna vez a sus hijos en peligro. Me respondió que nunca haría tal cosa. Le dije que esa semana nosotros éramos su familia y que tenía que darme las llaves para no poner en peligro a su "familia". A regañadientes puso las llaves en mi mano.

Oré para saber que Dios nos daría la respuesta para cruzar con seguridad cientos de kilómetros de terreno arenoso y rocoso. Varios en el grupo tenían que tomar autobuses y vuelos al día siguiente. Reuní al grupo del jeep y después de contarles lo que ocurría, les pregunté si había alguien más que no hubiera bebido la noche anterior. Resultó que un hombre israelita de nuestro grupo tampoco había bebido alcohol. Le pregunté si tenía experiencia en el manejo de vehículos de tracción en las cuatro ruedas, y me contó que había manejado en terrenos difíciles toda clase de vehículos de ese tipo, además de tanques, cuando estaba en el ejército de Israel. Pensé: "Muchas gracias, Padre". Esta era la solución que necesitábamos. Los caminos que teníamos que recorrer constantemente parecían desaparecer, de modo que le dije a nuestro guía que él me tendría que ir dirigiendo y que yo traduciría sus indicaciones de español a inglés, mientras el hombre israelita conducía.

Pasé toda la mañana traduciendo las indicaciones a nuestro nuevo chofer, y dando gracias a Dios por Su protección y la solución práctica que nos había dado. Le agradecí la prueba tan clara de que estamos preparados para bendecir a los demás cuando velamos y oramos para no entrar en tentación. Véase Mateo 26:41. Si algo aquí aprendí es que tenemos que estar siempre preparados, escuchando constantemente, para poder expresar la fortaleza y sabiduría que Dios nos da.

Catorce horas más tarde llegamos sanos y salvos al pequeño y frío pueblo de Uyuni. Mi amigo israelí y yo fuimos a ver a la dueña de la compañía con la que habíamos contratado la excursión. Le contamos lo que nos había pasado y lo que habíamos hecho. Me sorprendió mucho ver que sus ojos se llenaban de lágrimas de gratitud por la manera en que habíamos manejado la situación. Nos comentó que hacía un par de meses dos jeeps habían chocado en medio del salar y 8 turistas habían muerto. Todos en el pueblo de Uyuni sospechaban que los conductores habían estado bajo la influencia del alcohol. Nos agradeció repetidas veces y nos aseguró que se tomarían las medidas necesarias para que esa situación no se volviera a repetir.

Al salir de la pequeña oficina de turismo, mi amigo israelí y yo nos agradecimos mutuamente por haber estado alertas, por la fortaleza y el trabajo de equipo que habíamos demostrado ese día. Uno por uno, los miembros de nuestro equipo nos agradecieron por la manera en que nos habíamos hecho cargo de la situación, y expresaron su gratitud porque todos habíamos estado protegidos. En mi interior, yo estaba rebosante de gratitud a Dios por la manera en que me había demostrado, no sólo a mí, sino a cada miembro de la excursión, el beneficio práctico de estar sobrio y vigilante todo el tiempo.

Al regresar a nuestros pequeños cuartos del motel para pasar la noche, me embargó una abrumadora sensación de gratitud por las lecciones que Dios continúa enseñándonos a cada uno de nosotros. Por haber rechazado las tentaciones que me habían venido y haber mantenido mi pureza de pensamiento, yo no podía perder ni un instante del bien.

Al recordar mi viaje a través del salar más grande de la tierra, pensé cuánto necesitamos velar, trabajar y orar "para que esa sal no se haga insípida", y que cuando somos constantemente receptivos a la palabra de Dios, siempre podemos ayudar y sanar.  Ciencia y Salud, pág. 367.

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